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08 de mayo de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La increíble historia de un niño alemán

Sus capacidades fueron extraordinarias, pero toda su biografía queda mellada por su elección del orden sobre la justicia

Actualizada 10:43

Poco después del Día D, los aliados conquistan la ciudad de Krefeld, en el oeste de Alemania, y sucede algo insólito: nombran administrador de la misma a un soldado raso de 21 años. Es un chaval miope de gafas, de sonriente rostro mofletudo, 1,75 de estatura, cabezón grande y cerebro de tamaño acorde. En solo seis días logra organizar un gobierno civil para la urbe.
Ese soldado estadounidense es en realidad un muchacho judío alemán que había emigrado a Nueva York con su familia tan solo seis años antes. Forma parte de un Ejército que está ocupando la tierra donde él ha nacido. Al verse llamado a filas ha acabado de chófer y traductor del comandante de la 84 División de la US Army, que repara en su talento poco común. Al año siguiente, con 22 años, el chico forma parte del servicio militar de contrainteligencia y tiene a su cargo 20 localidades de Hesse. Además organiza redes que logran capturar a varios nazis a la fuga.
El soldado, de nombre de pila Heinz Alfred Kissinger, se licencia con la medalla de la estrella de bronce en el pecho. Su próxima parada es la Universidad de Harvard, donde descollará también. En 1955, su ensayo sobre el papel de las armas nucleares en la diplomacia se convierte en un inesperado best-seller. Pronto siente la llamada de la política. De simpatías demócratas en un primer momento, se incorpora al equipo de asesores de Kennedy, pero enseguida basculará hacia la cancha republicana, donde permanecerá durante toda su vida centenaria.
Henry Kissinger es un político de leyenda (y esta vez el topicazo no es hipérbole). La primera persona nacida fuera de Estados Unidos que ocupó la Secretaría de Estado, sin perder nunca su acentazo alemán hablando inglés. El controvertido arquitecto de la política exterior de los presidentes Nixon y Ford. El diplomático inteligentísimo y erudito. El genio de la realpolitik, capaz de acostarse hasta con el diablo si creía que convenía a los intereses estadounidenses. El hombre que abrió la muralla china con su ocurrente diplomacia del equipo de ping-pong. También el ministro vidrioso, manipulador y maquiavélico, para el que el fin siempre justificó los medios. El traicionero que haciendo campaña para el candidato Rockefeller en las primarias republicanas ya preparaba también en la sombra papeles para su rival Nixon, no fuese a ser…, aunque en público lo tachaba de inepto (y en privado de borracho).
Por supuesto, un gran publicista de sí mismo, que flirteó con divas de Hollywood, que se trabajaba a los periodistas con un ensayado encanto y que sabía colocar siempre la frase más ingeniosa. Huelga decir que era dueño de un ego enorme. Cuando en una entrevista le preguntaron por las luces y sombras de su carrera, su respuesta fue sardónica: «No entiendo bien a qué se refiere con la segunda parte de la pregunta».
Se ha muerto el incombustible Henry Kissinger, allá en su casa de Connecticut. Dejó la política activa a los 54 años, porque el reaganismo no compartía la línea de apaciguamiento con la URSS que había practicado y lo orilló. Pero logró conservar su carisma público hasta el mismo borde de la tumba (el pasado julio todavía fue recibido en Pekín por el mismísimo Xi).
Kissinger, un político que ganó el Premio Nobel de la Paz en 1973 y que sin embargo para muchos observadores, incluidos algunos ponderados, fue «un criminal de guerra» que apoyó a algunas de las tiranías más peligrosas del planeta para evitar lo que él consideraba males mayores.
¿Cómo entender al escurridizo Henry K? Como casi siempre en la vida hay que viajar a su infancia para encontrar la matriz de su comportamiento. Nacido en 1923 en Fürth, en el norte de Baviera, se tragó en primera persona la presión del ascenso del nazismo. Las leyes raciales de Hitler lo obligaron a abandonar la escuela estatal donde destacaba. Le prohibieron acudir a los partidos de fútbol del equipo local, que adoraba, o nadar en la piscina municipal. Su padre perdió su trabajo de profesor por ser judío. La familia tomó la decisión de emigrar a Estados Unidos, que se probaría salvífica: trece familiares de Henry murieron en los campos de concentración. Ya adulto, el político lo resumía con una crudeza brutal, pero certera: «Mis familiares alemanes son jabón».
Su ascenso es admirable. Un ejemplo de cómo funcionaba en los Estados Unidos de su tiempo el ascensor social del meritoriaje, hoy averiado. Recién llegado a un barrio judío de Nueva York, trabajaba de día en una fábrica de brochas de afeitar y estudiaba de noche, con la ilusión de convertirse en contable. Pero llegaron la guerra, Harvard y luego el Olimpo de Washington. También fue un triunfador en lo particular: cinco millones de dólares de adelanto por sus memorias y una fortuna amasada como conferenciante y consultor.
Su dramática infancia marcó la psicología y la visión del mundo de Kissinger, y sospecho que para mal, aún admirando su indudable genio diplomático. Los horrores de la Alemania nazi lo llevaron a establecer una escala de valores de médula inmoral: «Entre el orden y la justicia elijo el orden, porque vi las consecuencias del desorden». Pero ese sentido práctico llevado al extremo condujo a quien había sido una víctima en su niñez a despreciar los derechos de los individuos si se interponían en su proyecto: América y sus intereses primero y por encima de todo. Fue un pesimista radical, que veía al ser humano como una criatura absolutamente fallida y muy peligrosa. Para él no existía la disyuntiva entre el bien y el mal, sino tan solo graduaciones de la maldad.
Kissinger fue toda su vida un gran aficionado al fútbol. De hecho, un veterano Pelé llegó de su mano a jugar en el Cosmos de Nueva York. En 2012, ya nonagenario, volvió a Fürth, la ciudad natal de la que tuvo que huir, para asistir a un partido de aquel equipo de fútbol que de niño no le dejaban ver. Esta vez los alemanes de las gradas lo vitorearon.
Espero que descanse en paz y también que aprendiese algo bonito aquella tarde de fútbol.
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