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01 de mayo de 2024

El observadorFlorentino Portero

Autoridad y política internacional

Hemos dejado de ser creíbles para todos aquellos, y son muchos, que tienen otros planes para el futuro del planeta

Actualizada 01:30

Para cualquier grupo terrorista, milicia o estado que decida enfrentarse a una potencia occidental resulta obvio que el campo de batalla militar no es el más importante ni el decisivo. El resultado final dependerá de lo que ocurra en la retaguardia, lo que la gente piense o sienta, hasta el punto de forzar a los dirigentes a modificar su postura. Mientras los occidentales nos empeñamos en dotarnos de las últimas tecnologías, extrañamente convencidos de que esas capacidades disuadirán a nuestros rivales o nos garantizarán la victoria, nuestros mejores enemigos se concentran en medir nuestra resistencia política, nuestro aguante y nuestra disposición a asumir riesgos.
Los estados, como las personas, están sometidos al escrutinio de la credibilidad. El término latino auctoritas recoge perfectamente su sentido. De poco vale la riqueza, el poder, la influencia si a la hora de la verdad no somos capaces de estar a la altura de nuestros compromisos. La influencia de Occidente sobre el resto del mundo, la posibilidad de preservar ese supuesto orden basado en reglas del que tanto hablamos, depende de nuestra autoridad, del crédito que los demás nos concedan. No nos engañemos, nos hemos ganado a pulso el que ese crédito esté por los suelos.
Hay dos hechos relativamente recientes que han tenido un impacto grande sobre el resto del mundo, dañando inexorablemente nuestra credibilidad. El primero fue la «línea roja» que el presidente Obama estableció sobre la posible intervención de Estados Unidos en la guerra civil de Siria. Si el Gobierno de Damasco utilizaba armamento de destrucción masiva las fuerzas norteamericanas entrarían en el conflicto. Irán, el patrón del régimen sirio, decidió asumir el riesgo de poner a prueba al presidente Obama, conscientes de su deseo de evitar que la potencia americana se viera involucrada en un nuevo conflicto militar en Oriente Medio, y acertó. Aquello supuso una grave pérdida de autoridad de Estados Unidos en el mundo. El segundo fue la derrota en Afganistán, agravada por el ridículo de la salida. La Alianza Atlántica, bajo el liderazgo de Estados Unidos, se retiraba tras años de guerra en los que no había sido capaz de mantener una estrategia en el tiempo. Bandazos, trampas en el solitario… concluían en cansancio, retirada y claudicación.
Nada de lo que está ocurriendo, y están pasando muchas y graves cosas, se explican sin esta quiebra de la autoridad de Occidente. Rusia no habría atacado a Ucrania si los europeos hubieran actuado con criterio y firmeza y si los norteamericanos no hubieran hecho el ridículo en Afganistán, entre otras razones. Irán no hubieran animado a Hamás a lanzar el ataque sobre Israel, ni le hubiera instruido sobre cómo hacerlo, ni estaría presumiendo públicamente de todo ello, si la disuasión norteamericana fuera creíble.
Día a día asistimos a nuevos ejercicios para tantear hasta dónde pueden llegar a la vista de la debilidad de Occidente. Estados Unidos ha desplazado dos grupos de combate aeronavales a la zona del conflicto, situando uno frente al Líbano y el otro a la altura de Irán. El mensaje es claro, pero ¿es creíble? Desde el Líbano se lanzan misiles contra Israel, pero midiendo la cantidad, tanteando. Irán utiliza a las milicias hutíes, chiíes yemeníes, para atacar a buques mercantes y militares occidentales y lanzar misiles contra Israel, de nuevo para evaluar nuestra disposición a actuar, la coherencia de nuestra posición. El despliegue de nuestras capacidades ya no impresiona a quien nos puso a prueba y constató nuestra debilidad e inconsistencia.
El régimen bolivariano de Venezuela juguetea con Estados Unidos, sabedor de que en el entorno de Biden revolotean consejeros partidarios de todo tipo de negociaciones con terroristas, narcotraficantes o dictadores de opereta. La posibilidad de que traten de quedarse con la mayor parte del territorio de soberanía de Guyana, rica en materias primas, sólo es comprensible por la debilidad del pequeño estado, antigua colonia británica, y por la limitada capacidad de disuasión norteamericana.
El orden internacional regido por normas, que tanto reivindicamos, desaparece porque hemos dejado de defenderlo. Las palabras no son suficientes. El poder es influencia y ésta no es posible sin autoridad. Hemos dejado de ser creíbles para todos aquellos, y son muchos, que tienen otros planes para el futuro del planeta, entre los que seguro que se encuentran muy a gusto nuestros actuales dirigentes políticos.
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