Siempre nos quedará el juez Llarena
Que se ataque, se injurie, se vilipendie o se amenace a un juez del Supremo, como hace el ministro de Justicia –'Ese hombre'–, es lo habitual en cualquier país democrático que se precie. Ocurre todos los días en Suecia, en Dinamarca o en Estados Unidos
«El totalitarismo, una vez en el poder, reemplaza invariablemente a todos los verdaderos talentos, […], por estos iluminados e imbéciles cuya falta de inteligencia y creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad», Hannah Arendt.
Dos reflexiones históricas sirven de propicio preámbulo. La primera nos lleva al ensayo sobre Erasmo que escribiera, en 1934, Stefan Zweig. En sus páginas podemos leer que la historia es injusta porque «No aprecia demasiado a los hombres mesurados, a quienes pactan y concilian, a los hombres de humanidad». Nada que objetar. La segunda nos acerca a las sesiones del Juicio de Nuremberg. En ese momento, Karl Jaspers escribe su obra 'El problema de la culpa'. En ella señala que además de la culpa criminal, que consiste en infringir las leyes, existe culpa política, que determina que cada ciudadano carga con las responsabilidades políticas de los crímenes cometidos por el gobierno; una culpa moral, que revela el comportamiento de los individuos ante una política criminal (si alzó la voz o miró hacia otro lado); y una culpa metafísica, que manifiesta nuestro comportamiento ante el sufrimiento o la injusticia. Esta última es de gran actualidad, porque nos recuerda que somos culpables cuando no hacemos lo que podemos o debemos, lo somos porque los delitos o las víctimas están ahí, tan visibles como el espectro de Banquo en Macbeth. Una de esas víctimas es el juez Llarena, quien está sufriendo ese sueño de la sinrazón que produce monstruos, que no son otros que esos herederos de una intolerancia de la que dicen renegar, pero a la que se aferran con la misma asiduidad con la que se viaja, a coste cero, en un Falcon de alto standing. Así las gasta una pseudo gauche divine sin cultura ni glamur.
Sin embargo, en este triste y lamentable sainete en que se ha convertido la política española, para los chicos del poder, el juez Llarena no es ninguna víctima propiciatoria, todo lo contrario, es el ejecutor de la discordia, el justiciero de Vox y hasta el amanuense, en la sombra, de Alvise Pérez. Así las cosas, ¿Cómo no va a decir Óscar Puente –quien tanto me recuerda a Alan Ladd en 'Raíces profundas'–, que se ha extralimitado? ¡Cómo no le van a llamar los chicos de Junts «Tejero sin bigote», cuando todos sabemos que este es un partido que garantiza la unidad de España como ningún otro grupo parlamentario? ¿Cómo ese valeroso Cid Campeador, llamado Puigdemont, no va a hablar de 'la toga nostra'? Y aún querrán que un exjuez, como Marlaska, salga en su defensa. Es lógico que él, o que Margarita Robles, guarden oportuno silencio. Que se ataque, se injurie, se vilipendie o se amenace a un juez del Supremo, como hace el ministro de Justicia –'Ese hombre'–, es lo habitual en cualquier país democrático que se precie. Ocurre todos los días en Suecia, en Dinamarca o en Estados Unidos.
Algún despistado, que siempre los hay, se preguntará: ¿Qué delito ha cometido? El más nefando que en Pedrolandia se pueda cometer: no formar parte del silencio de los corderos. Delito de lesa majestad. Delito infame. Delito por el que en otro tiempo hubiera merecido garrote vil –dignum et iustum est–. ¿Cómo se atreve a no formar parte de esa legión de corifeos que guardan pleitesía a Pedro I, El enamorado? ¿Acaso se cree que es Luke Skywalker o Gary Cooper en Solo ante el peligro? ¡Imperdonable! No ha sido capaz de mirar a otro lado. Su osadía le ha llevado a cumplir con su sagrada misión, que no es otra que la de respetar la ley, el Estado de derecho y velar por el bien común. Toda una ofensa al Ser Supremo que no puede ser perdonada ni olvidada. Toda una afrenta a ciertos condes de anchas togas. Hasta tal punto es así, que en la gloriosa Prensa del Movimiento ya se esgrime la vieja sentencia que pronuncia la Reina de Corazones: «¡córtenle la cabeza, que luego ya vendrá el juicio!». Es lo mínimo que se puede solicitar para quien ha cometido semejante temeridad, qué digo temeridad, una herejía judicial sin parangón en la historia judicial. ¡Al cadalso con él!
A mi admirado juez Llarena –un juez con mayúsculas– solo me permito recordarle que cuando le acusen de ser el quinto columnista de la malvada fachoesfera, recuerde la respuesta que da Cervantes por boca del morisco Ricote: «doquiera que estamos, lloramos por España; que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea … ahora conozco y experimento lo que suele decirse que es dulce el amor de la patria!». A usted, España le duele, como le duele, y mucho, el estado en que se halla la justicia. Créame, a mí también.
Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano