Fealdad y costumbrismo
Escribió Julio Camba —no textualmente—, que después de vivir en Inglaterra, lo más sobresaliente que le impactó de las costumbres inglesas era la fealdad de sus mujeres. Que, cuando una inglesa se pone y se dispone a ser fea, lo consigue sin ninguna dificultad
Hoy, 5 de febrero, Santa Águeda, la heroica siciliana, me ha dado por el costumbrismo. Soy un ordenado desordenadísimo y con el fin de enviar una nota de felicitación al alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida por las buenas noticias que le ha proporcionado su joven mujer —y lejana parienta de quien escribe—, Teresa Urquijo, he encontrado en mi desbarajuste archivero un sobre que anuncia el contenido de recortes de prensa de Almeida. Lo malo es que esos dichosos recortes, que ya están en la papelera, tienen como protagonista a Almeida, pero no a José Luis, sino a Cristina, y ninguno es digno de ser enviado como una felicitación cariñosa.
Cristina Almeida, según uno de los apuntes guardados, no merece ironías de ningún tipo, ni chascarrillos a destiempo, porque pasó hambre durante el franquismo, no le dejaron estudiar la carrera de Derecho, y para colmo, padeció los sinsabores de innumerables acosos sexuales de machistas de mi edad.
Por otra parte, ya ha pasado mucho tiempo y tengo entendido que Cristina Almeida sigue en activo como abogada laboralista —a pesar de que estaba prohibido por Franco que las mujeres accedieran a la Universidad—, ya no padece de la hambruna terrible de la posguerra y los acosos sexuales que padeció por incontrolados varones como el narrador, han disminuido sobremanera, a Dios Gracias. Pero me he topado, sin buscarlo, con el paso a nivel del argumento. El que escribe, lo hace con una idea fija. Mi fijación no era otra que felicitar al matrimonio Almeida-Urquijo por la heroicidad de esperar en unos meses que nazca el hijo o la hija que crece en las entrañas de Teresa. Y agradecerles, como madrileño exiliado del bullicio del Foro, que contribuyan con ilusión al nacimiento de un madrileño más, ahora que está de moda asesinar a la mayoría en las clínicas abortistas. Cuando el artículo se presentaba fácil, sencillo, sentimental y costumbrista, me topo con el sobre de Cristina Almeida y me evoca los martirios que, en mi infancia, tuve que padecer para cruzar, en los viajes por carretera hacia San Sebastián, los pasos a nivel de Miranda de Ebro. En aquellos tiempos, hasta los trenes que viajaban desde Cádiz a Ciudad Real, pasaban por Miranda de Ebro. Y lógicamente, se me han borrado las ideas y tengo que echar mano del costumbrismo fabuloso del gran Julio Camba, el gallego londinense o el londinense que mejor interpretó el humor celta de los gallegos.
Escribió Julio Camba —no textualmente—, que después de vivir en Inglaterra, lo más sobresaliente que le impactó de las costumbres inglesas era la fealdad de sus mujeres. Que, cuando una inglesa se pone y se dispone a ser fea, lo consigue sin ninguna dificultad. Que una inglesa que se propone ser la más fea de Inglaterra, es difícil que lo consiga, porque hay decenas de miles de compatriotas femeninas que luchan por alcanzar el preciado galardón. En España, curiosa circunstancia, esa obsesión por la fealdad femenina viene de la nobleza y las clases altas. En mis tiempos juveniles, cuando yo era conocido como el «álamo del deseo», las feas que querían ser más feas eran las hijas de los nobles y los millonarios que buscaron en la atrocidad facial y el desbordamiento carnal el consuelo de la militancia en las izquierdas. Durante mi estancia en el sur en pleno cumplimiento de servir a España en la Mili, conocí a una gran señora que tenía seis hijas, cinco de ellas guapísimas y una muy fea, como las inglesas de Julio Camba. —Me ha salido comunista—, me confesó cariacontecida una noche en el club Chapín de Jerez. —¿Y qué motivos ha tenido para que te salga comunista?— le pregunté con viva curiosidad. —Porque es fea, y no soporta que sus hermanas sean guapas—. Nadie conoce mejor a una hija que una buena madre, y aquella lo era. Pero aprendí la lección, y de vuelta a Madrid, pude comprobar que aquella guapa mujer no andaba errada por la vida.
Sucede que tampoco entiendo que mi artículo costumbrista haya tomado estos derroteros, porque la belleza y la fealdad son subjetivas, si bien, en la mayoría de los casos, la objetividad predomina en el diagnóstico y la primera impresión, que es la que vale. Cuando os digan de una mujer que «no es excesivamente atractiva en su físico pero que tiene una belleza interior deslumbrante», huyan. Estarán ante una inglesa con vocación de fea o ante una aristócrata o millonaria española descontenta con su estética. Es decir, con una comunista de salón.
Y ahora sí me ha salido el costumbrismo.