El lobito bueno
Y ahora, en nuestras tierras, —ya ha llegado a la sierra de Andújar, y mata en Toledo, en Madrid, en Castilla y la franje verde del norte de España—, día sí y al otro también, mientras los políticos les regalan la protección que niegan a los seres humanos que no alcanzan a ver la luz
Hubo un tiempo en el que los cantautores autoexiliados cantaban mucho en el Olympia de París. Sus discos, prohibidísimos en España, se ofrecían en todas las tiendas de música de Madrid. Estaban tan prohibidos que se exhibían en los escaparates. En la calle de Serrano, con vuelta a la de Juan Bravo, existía un establecimiento «Feryn», especializado en discos prohibidos sin prohibir. Los terribles recitales desafinados de Paco Ibáñez, o las canciones de Chicho Sánchez Ferlosio. En uno de ellos, una balada dedicada a Julián Grimau, dirigente comunista en el exilio, muerto en «extrañas circunstancias» en una comisaría, y delatado por Santiago Carrillo a los servicios policiales del franquismo —eso dicen—, aprovechando una estancia clandestina de Grimau en España. Grimau era mucho Grimau para Carrillo, Claudín y otros dirigentes comunistas. Y de eso, sabe mucho —como de todo—, nuestro filósofo en El Debate, el formidable Gabriel Albiac, por su parentesco con el dirigente del PCE detenido por el soplo de sus antagonistas en el comunismo español. Así que entrábamos en «Feryn» y preguntábamos a viva voz. —¿Tenéis el disco terminantemente prohibido de Chicho Sánchez Ferlosio con la canción a Grimau?—; y el encargado respondía. —Lo hemos vendido muy bien y solo nos queda el del escaparate—; —pues me llevo el del escaparate—.
Como el recital en el Olympia de Francisco Ibáñez, que le puso música guitarrera a poemas de Celaya, Alberti, y a uno de los Goytisolo, que eran muchísimos hermanos y todos se dedicaban a escribir poemas. Un lío el de los Goytisolo. Eran aquellos tiempos, muy propicios para que los pijos —como el que escribe—, nos creyéramos importantes leyendo coñazos y oyendo tonterías. Para valorar el nivel de mi frivolidad, basta con un ejemplo. Compré algunas novelas de Juan Benet, y superé la página 37 de «Herrumbrosas Lanzas», no así la 38, que con esa página marcada se lo regalé a una novia que tuve y que pertenecía a la crema de la alta sociedad y de la intelectualidad del chotis de Agustín Lara. Pero en el recital de Ibáñez en el Olympia, después de «La Poesía es un Arma Cargada del Futuro» de Gabriel Celaya», «A galopar, a galopar» de Rafael Alberti, «Andaluces de Jaén» de Miguel Hernández y otros textos interpretados por la sincera desafinación del cantautor, el público aplaudía regocijado —la grabación se efectuó en directo—, un poemilla de Goytisolo —creo que de José Agustín, autor de «Palabras para Julia»—, que era una bobada progre que intentaba desestructurar los tópicos más simples.
Un lobito bueno,
Al que maltrataban
Todos los corderos. (Risas del público)
Y había también,
Un príncipe malo,
Una bruja hermosa
Y un pirata honrado. (Más risas)
Ya había comenzado, en aquellos tiempos, el ímpetu necio-ecologista a favor del lobo. Los ganaderos y pastores de la Alta Castilla se enfrentaban a diario a su ruina desde el riesgo de la soledad. Y el Régimen se dejó llevar por los sentimentalismos, hasta tal punto que, en una montería, el primer ministro de Portugal, fue severamente amonestado por el General García-Valiño por abatir un lobo.
El lobito bueno de Goytisolo, se sumó al espíritu «Walt Disney», y los lobitos buenos se refugiaron de Madrid al norte de España. Hoy, los lobitos buenos al que maltrataban todos los corderos, tienen más derecho a la vida que los seres humanos a los que no permiten nacer. Y cada día, llegan a los medios de comunicación tragedias económicas que sufren los ganaderos e imágenes terribles del paso de los lobitos buenos por los cercados de las ganaderías. Lobitos buenos que ya hurgan en los basureros de pueblos de las costas norteñas porque les resulta más cómodo que degollar a un carnero.
Claro, que el ingenuo poema de Goytisolo para nada es culpable de la desolación de nuestros españoles del campo. Los lobitos de ahora se llaman Ribera y Von der Leyen, y todos los ecologistas de despacho y salón que confunden una encina con un madroño. El lobo tiene que vivir, pero no gobernar. Y ahora, en nuestras tierras, —ya ha llegado a la sierra de Andújar, y mata en Toledo, en Madrid, en Castilla y la franje verde del norte de España—, día sí y al otro también, mientras los políticos les regalan la protección que niegan a los seres humanos que no alcanzan a ver la luz.