¿Quo Vadis, Europa?
La prioridad de la nueva administración es los problemas internos del país: crisis económica, deterioro industrial, colapso de la frontera sur y polarización ideológica. En el plano internacional, su única obsesión es contener a China
El mundo ha entrado en una nueva era de realineamiento estratégico y Europa se encuentra en una encrucijada. La segunda llegada de Trump a la Casa Blanca ha dejado claro que el panorama internacional no volverá a ser el mismo. La visión americana del sistema global ha cambiado drásticamente, como evidenciaron el discurso de JD Vance en Múnich, el de Pete Hegseth en Bruselas y, sobre todo, la grotesca escena entre Zelenski y Trump en el Despacho Oval.
Este cambio, aunque brusco y agresivo, no es especialmente nuevo; es el retorno de dos tendencias históricas en la política exterior estadounidense: aislacionismo y realpolitik. La primera ha llevado a EE. UU. a priorizar sus asuntos internos y evitar compromisos prolongados en el extranjero. La segunda entiende el mundo como una lucha de poder entre potencias donde hay que defender interesas nacionales sin margen para idealismos. Con Trump, ambas corrientes han vuelto con más fuerza, amplificadas por su visión transaccional de la política (o de la vida, más bien): todo es una negociación de suma cero en la que él debe salir ganando. No hay equilibrios, no hay socios permanentes, solo un juego donde hay que echar y ganar cada órdago a la contraparte.
La prioridad de la nueva administración es los problemas internos del país: crisis económica, deterioro industrial, colapso de la frontera sur y polarización ideológica. En el plano internacional, su única obsesión es contener a China. En la lógica de la realpolitik, el hegemón siempre teme al aspirante que amenaza su supremacía, y su objetivo primordial es impedir que ese rival lo desplace. Para Estados Unidos, ese enemigo es China. Y en este escenario, EE. UU. ya no cree en la arquitectura multilateral ni en la estabilidad del orden internacional como un fin en sí mismo. Solo ve la política exterior como una cuestión de poder: frenar el ascenso de Pekín. Todo lo demás es secundario, por desgracia para nosotros europeos.
Desde esta óptica, la guerra en Ucrania no solo es una distracción, sino un conflicto sin solución realista. En Washington no creen que Ucrania pueda ganar. Que Putin no tomara Kiev en los primeros compases del conflicto nos llevó a la falsa ilusión de que Ucrania podía vencer. Pero aguantar heroicamente no es lo mismo que ganar: la reconquista de Crimea (en manos rusas desde hace más de diez años) o del Donbass es imposible sin una intervención militar directa de Occidente, algo que nadie está dispuesto a hacer. Cada mes que pasa, Rusia consolida su control sobre más territorios, atrincherándose en posiciones que Ucrania no puede desmantelar.
Además, la guerra ha fortalecido la relación entre Moscú y Pekín. Un conflicto prolongado solo acerca más a Rusia a China, consolidando un eje que EE.UU. necesita debilitar, no reforzar. Y, para rematar, Occidente está financiando ambos frentes de esta guerra, apoyando a Ucrania por un lado mientras compra el gas ruso por el otro.
Para la Administración Trump, la única salida es un acuerdo. Y si eso significa hacer concesiones a Putin—como reconocer Crimea, pactar un estatus autónomo para el Donbass o garantizar que Ucrania nunca entrará en la OTAN ni la UE—lo consideran un precio razonable. Lo que no han calibrado es el impacto que esto tendrá en la estabilidad internacional ni el precedente que sienta permitir la anexión de territorio ajeno por la fuerza. Pero, en el cálculo de poder de Trump, lo prioritario es cortar la hemorragia de recursos en una guerra donde no hay victoria clara, y concentrarse en sus problemas internos y en China.
Ante este realineamiento internacional, ¿qué vamos a hacer en Europa? El retorno del aislacionismo estadounidense y su desdén por las instituciones multilaterales nos dejan en una posición vulnerable. La arquitectura de seguridad en la que hemos confiado durante décadas se tambalea.
Durante demasiado tiempo hemos vivido en la ilusión de que la estabilidad se garantizaba con tratados, cooperación y normas compartidas. Hemos creído que el poder podía sustituirse por regulaciones y acuerdos internacionales. Pero, en última instancia, el orden mundial no lo sostienen los discursos, sino la fuerza, la estrategia y la autonomía. Y en nuestra complacencia, hemos perdido las tres.
Tenemos un problema inmediato en que EE. UU. pierda interés en nosotros, pero yo diría que el problema de mayor calado es que los europeos no hemos hecho nada por volvernos imprescindibles en la relación atlántica. Sin capacidad militar, sin peso político, sin claridad de intereses, con una demografía en declive y con una economía en decadencia, ¿qué aportamos, exactamente?
Esto debe cambiar. Europa tiene que reaccionar, en cuatro grandes frentes. El primer paso es saber qué defendemos. Sin claridad sobre lo que se defiende, no hay estrategia. Y Europa no tiene una visión clara sobre sus pilares culturales y políticos, su futuro demográfico o la cohesión de sus sociedades. Ha permitido una inmigración masiva sin integración, ha desviado su debate político hacia cuestiones menores y ha ignorado problemas estructurales clave. No podemos aspirar a un papel en el mundo si ni siquiera hemos definido qué valores, qué modelo de vida y qué soberanía estamos dispuestos a defender.
Sin embargo, los intereses sin capacidad de acción no sirven de nada. Y aquí hemos fracasado estrepitosamente. Hemos debilitado nuestras propias fuerzas armadas, reducido nuestros presupuestos militares y renunciado a pensar en términos estratégicos. Si queremos ser capaces de defender nuestros valores y nuestra influencia en el mundo, tenemos que reconstruir nuestra capacidad de defensa, invertir en tecnologías militares y desarrollar una estrategia que no dependa exclusivamente de Washington. No para sustituir a la OTAN, sino para que la relación atlántica sea una alianza entre (casi)iguales y no de dependencia unilateral.
En tercer lugar, debemos repensar nuestra política energética. El sistema energético europeo es caro e ineficiente, lastrado por regulaciones abusivas y, además, vulnerable y dependiente de nuestros rivales geopolíticos. Hemos cerrado centrales nucleares, limitado la extracción de hidrocarburos y encarecido la producción ¿El resultado? Seguimos comprando gas ruso y petróleo de los países árabes e Irán, mientras nos autolimitamos con regulaciones que perjudican nuestra propia competitividad. Sin energía barata, abundante y autónoma, no hay Europa posible.
Y, por último, y como cimiento innegociable de todo lo demás, necesitamos desatar sin frenos nuestra economía. La economía no es solo un pilar más: es el fundamento de todo. Sin una economía fuerte, no hay defensa, no hay poder político, no hay influencia internacional, y tampoco hay modelo de vida europeo. Llevamos años atrapados en una maraña regulatoria que asfixia la innovación, en una fiscalidad que castiga la inversión y en un modelo de bienestar que se ha vuelto insostenible.
Una Europa próspera es una Europa relevante. Todo lo demás es secundario. No se trata solo de frenar el declive, sino de liberar con plena furia nuestro potencial productivo y recuperar el dinamismo perdido. Solo así garantizaremos nuestra supervivencia y tendremos voz en el nuevo orden global.
Estamos en un punto de inflexión. Si no reaccionamos, el mundo será más inestable y menos próspero. Unos Estados Unidos desenganchados y una Europa débil suponen el fin del orden que ha garantizado nuestra forma de vida. Si Occidente deja de marcar las reglas, otros las escribirán en su lugar, y no lo harán en nuestro beneficio.
Necesitamos que EE.UU. siga comprometido con la defensa de Occidente pero, más aún, necesitamos que Europa deje de ser una carga y se convierta en un baluarte. Si la nueva visión americana es la que nos hace despertar pues, al menos por eso, bienvenida sea.