«Todos somos Excálibur»
O cómo España fue arrumbando el más elemental sentido común por el empuje del populismo de izquierdas
El manifiesto que convocaba las protestas era duro, concluyente: «No podemos permanecer impasibles ante la infame gestión de los responsables políticos de la Sanidad española y madrileña. Su incompetencia se ha cobrado ya la vida de Excálibur». La ministra de Sanidad de Mariano y el consejero del ramo de Madrid debían dimitir de inmediato. ¡Habían asesinado a Excálibur!
El enojo por el sacrificio del perro, un american stafforshire de once años –una edad provecta para un can– se extendió enseguida por las calles de toda España. Las televisiones de izquierdas, que aquí son casi todas, dedicaban fogosos despliegues al pobre chucho martirizado por la derecha. La inefable Televisión al Rojo Vivo, que no deja de ser uno de los problemas de la España actual, centraba casi tres minutos de su informativo en las manifestaciones: «Protestas en 24 ciudades por la decisión de sacrificar al perro Excálibur de Teresa Rodríguez».
En las imágenes se veían pancartas con el lema «todos somos Excálibur». La información continuaba denunciando que los restos del perro habían sido incinerados en una planta de Paracuellos que carecía de licencia para ello. Un líder local de Podemos se quejaba amargamente. Acto seguido nos presentaban a una portavoz del Colegio de Abogados de Barcelona que explicaba que Excálibur es «un bien privado, así que no se puede decomisar ni destruir».
Teresa Rodríguez era una auxiliar de enfermería gallega, residente en Fuenlabrada, que había tenido la honorable iniciativa de ofrecerse voluntaria para atender en el Hospital Carlos III de Madrid a dos misioneros españoles, contagiados de ébola de Liberia y Sierra Leona.
Teresa acabó infectándose también, quizá por un error humano al quitarse el uniforme protector especial, y se convirtió así en la primera persona que contraía el ébola en Europa. Algunas de nuestras televisiones de combate llegaron definir el caso como «la peor crisis sanitaria en nuestro país» (una hipérbole disparatada, como si no hubiesen existido las terribles pestes seculares, el cólera y la polio, la mortífera gripe de 1918…).
Todo el país siguió en vilo el caso de la enfermera, y gracias a Dios, y a la excelente medicina española, un mes después de su ingreso Teresa recibió el alta.
¿Y qué pasó con Excálibur? Pues que los médicos y veterinarios más reputados del país concordaron en que era necesario sacrificarlo, porque no existían en España protocolos para mantenerlo en cuarentena y no se podía correr el riesgo de que estuviese infectado. Así que un equipo de la Facultad de Veterinaria de la Complutense acudió al piso de Teresa y su marido y lo eliminó «sin que sufriese». Acto seguido, la vivienda fue sometida a una esterilización a fondo.
Por supuesto daba pena que hubiese que matar al bonito perro Excálibur, con el que tan encariñados estaban sus dueños. Pero resultó una medida de prevención inevitable.
Contemplando con la mirada de hoy aquella historia de hace once años nos resulta evidente que se montó una movida política disparatada. ¿Y por qué ocurrió? ¿Cómo pudo armarse semejante carajal mediático a costa del perro Excálibur? La respuesta es muy sencilla: porque gobernaba la derecha y servía todo para sacudirle.
La crisis por Excálibur, que hoy nos parece tan ridícula, fue un primer indicio de que el sentido común podía ser arrinconado en nombre de las fijaciones doctrinarias de la izquierda populista. Y hoy hemos alcanzado ya el mundo orwelliano del Gran Hermano Peter y del imperio de la doble verdad; donde, por ejemplo, establecer cuotas de menores inmigrantes al dictado de un golpista supremacista y fugitivo de la justicia española es el súmmum del «progresismo».
Es duro enunciarlo, pero es la verdad: de montar un escándalo porque se matase a Excálibur con un fuerte sedante hemos pasado a aceptar y aprobar una ley que consagra que la sanidad pública haga lo mismo con los seres humanos. Corremos sin frenos por una autopista que desemboca en la ruina moral.