Grandes bandas de ladrones
El Estado no tiene que luchar contra la mafia. En alguna medida, él es la mafia
La mafia actuó en Estados Unidos y no en otros lugares, cuyos nombres omitiré por piedad, pero que el atento lector sabrá identificar. La razón es que como el Estado no era, en general, corrupto, las bandas criminales tenían que actuar fuera de él, aunque intentando penetrar en él. En otros casos, la mafia estaba dentro del Estado.
Creo que es lo que ha pasado en España. Hay bandas delincuentes, prostitución, tráfico de drogas, robos, pero la corrupción está instalada en el Estado. Siempre ha habido corrupción política, en todos los partidos que han tenido poder, si bien no en la misma medida. Ahora es distinto. No es que haya corrupción política. Es que la política es la corrupción. El Estado no tiene que luchar contra la mafia. En alguna medida, él es la mafia. No se trata de que algunos poderosos delincan. Es que la delincuencia está en el poder. La mafia se ha convertido en una forma de gobierno más. Es la camorra gubernamental. Para llegar aquí han tenido que fallar la honradez y la ejemplaridad públicas. Ha sido un proceso de envilecimiento general. Hasta llegar a la actual metástasis. Y, sin embargo, no creo que este diagnóstico sea pesimista y desesperanzado. Por el contrario, no hay mayor pesimismo que el consistente en no querer asumir la realidad. Solo a partir del análisis de la enfermedad son posibles el tratamiento y la curación. Además, como dice una vieja canción roquera, las cosas solo pueden mejorar.
Esto es Madrid años veinte. Ajustes de cuentas, bandas rivales, negocios, mentira y corrupción general. La banda gubernamental echa la culpa a los jueces, a la policía, a la oposición. Ellos son solo la víctima del fango y la mentira. Los socialistas críticos son, para ellos, agentes del PP. Felipe González, Alfonso Guerra, Page, Lambán, Susana Díaz, Redondo Terreros, Leguina, Francisco Vázquez. Todos, agentes de la extrema derecha, marionetas del PP. Soy optimista. Ya queda poco.
El presidente gubernamental del Tribunal Constitucional declara que sufre presiones políticas. Adivinamos que proceden del Gobierno, para torcer su recta y justa voluntad. Enternecedor. Ojalá Conde-Pumpido resista las terribles presiones de Pedro Sánchez y declare la inconstitucionalidad de la ley de amnistía.
Los socios del Gobierno no añaden sino patetismo al esperpento. Esperamos que el Ejecutivo aclare pronto lo sucedido en la matanza del día de san Valentín. Pero, mientras tanto, hay legislatura para rato. Y los nacionalistas, en la ciénaga política, preocupados por imponer el pinganillo. Ayuso tiene toda la razón y las urnas lo confirmarán. Aunque las urnas no tengan siempre la razón. En realidad, no la tienen nunca. La votación es un acto de voluntad, a veces guiado por la razón. Entiendo que los separatistas no quieran saber nada de España. En realidad, nada de nada. No quieren saber nada de Goya, Velázquez, Falla y los grandes españoles. Tampoco de esa lengua de las bestias en la que escribieron Cervantes, Quevedo, Lorca, Unamuno, san Juan de la Cruz. Cada uno es hijo de sus obras y de sus gustos. Pero no sé si se repara en una cosa. Los separatistas catalanes, por ejemplo, quieren separarse de España y, con ella, de los gallegos, de los vascos, de los andaluces, de los asturianos. Es un proyecto disgregador y mezquino. El pinganillo es obra del resentimiento.
Platón distinguió entre el filósofo, el político y el sofista. También vio claro que era imposible que el filósofo gobernara, pero también pensó que cabría lograr que, al menos, el político tuviera algo de filósofo y no todo de sofista, y que cabía distinguir entre una política como arte de hacer mejores a los ciudadanos y buscar la justicia, y otra como arte de hacerse con el poder y conservarlo. Pero quizá nadie lo que dejó tan claro como san Agustín: «Si se prescinde de la justicia, ¿qué son los Estados, sino grandes bandas de ladrones?».