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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

La miseria del nacionalismo

El nacionalismo no debe confundirse con el patriotismo, que es una virtud que, como todas, puede volverse loca y convertirse en vicio. Pero es una virtud. El nacionalismo, no

Vale el dictamen de Stefan Zweig: el nacionalismo fue la peor plaga del siglo XX. Y continúa. Baste recordar su atroz alianza con el socialismo: el nacionalsocialismo. Es un error intelectual y moral que da lugar a las más catastróficas consecuencias. Se basa en dos presupuestos falsos: la superioridad de la propia nación y el sufrimiento de una opresión ajena. Por cierto, los dos principios no dejan de ofrecer una nítida contradicción: el superior, oprimido por el inferior. Todo nacionalismo, en sus formas más radicales, es racista. Se basa en la superioridad de la nación humillada. No hay nacionalismo que no esgrima el padecimiento de antiguos y prolongados agravios. La culpa de los propios males es siempre de otros, nunca de uno mismo. No deja de ser un mecanismo de transferencia de las propias culpas y errores. Tiene dos caras: una, el repliegue sobre sí mismo y la independencia; otra, el afán expansionista. El nacionalismo termina por reivindicar su hegemonía. La naturaleza del nacionalismo es imperialista, es aldeanismo imperialista. Véanse los nacionalismos vasco y catalán, por no salir de nuestras fronteras. Vulnera los tres lemas de la Revolución francesa.

Es menester distinguir entre el nacionalismo y la lucha de un pueblo contra la opresión y la dominación exteriores. El levantamiento popular español contra los invasores franceses no fue una exhibición de nacionalismo sino de dignidad y patriotismo.

No es, claro, un fenómeno solo español, pero entre nosotros adquiere una peculiaridad extraña. El nacionalismo no debe confundirse con el patriotismo, que es una virtud que, como todas, puede volverse loca y convertirse en vicio. Pero es una virtud. El nacionalismo, no. En España, se invierte también en este caso el orden natural de las cosas. El patriotismo se estima por la izquierda radical como una ridícula antigualla franquista, propia de la extrema derecha, mientras que el nacionalismo, que quiere destruir España, se aplaude como un síntoma de progresismo.

Naturalmente, no puede extrañar que haya tenido y tenga una función muy relevante en el proyecto Zapatero-Sánchez. Y no se trata de un apoyo coyuntural nacido de la necesidad, sino de una alianza natural. La izquierda, esta izquierda, ha traicionado a la Nación. El nacionalismo es su aliado natural.

El maltratamiento de la «cuestión nacional» ha sido el peor error de la Transición. No cabe duda de que el Estado de las Autonomías nació de una buena intención, pero sus malas consecuencias son irrebatibles. Y cuando hubo oportunidad de dar marcha atrás no se dio. Y para facilitar la cosa, se introdujo en la Constitución la idea de las nacionalidades, sin encaje en nuestra tradición jurídica, ni en el sentido común, ni en la gramática española. Julián Marías, junto a otros, lo advirtió. Ni caso. Esto, unido al sistema electoral, convirtió a los nacionalistas en árbitros. Un jugador tramposo, convertido en árbitro del partido. La culpa se reparte entre la derecha y la izquierda. Han permitido el desastre. Incluso cuando han tenido mayorías absolutas. Es cierto que algo ha cambiado desde el golpe de Estado fallido en Cataluña. Antes, un ingenuo podía dudar de que los partidos nacionalistas fueran separatistas. Hoy, ni un ingenuo. Y, sin embargo, (¿o, precisamente por ello?) Sánchez, que podía haber elegido otras compañías para su aventurerismo político, los ha elegido a ellos. Afinidades electivas. Un amor común e indeclinable a España les mueve.

Con los nacionalistas, catalanes y vascos, habrá que convivir, conllevarlos, soportarlos, pero lo que no se puede hacer es darles el poder, porque un Gobierno con nacionalistas o apoyado por ellos, nunca será un Gobierno español. Al final, todo Gobierno dependiente de los nacionalistas será necesariamente hostil a España y a la Constitución.

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