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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Noche después de San Juan

Lo hirió la épica. Como a todos. Eran demasiado jóvenes: siempre se es –no importa la edad– demasiado joven para la epopeya. Y lo real se les antojaba un pesado paréntesis

Cuatro de la madrugada. Y la escuálida brisa abre un mínimo paréntesis en la noche sahariana. Tontamente, para burlar el insomnio, le da por preguntarse si es posible vivir así, en el grato frescor, tan transitorio, de la madrugada: sin sombra de epopeya ni destino. Sin nada demandar que lo conforte. En el jardín donde una sola regla mide las dimensiones del destino: «Huye, hombre libre, del afán cotidiano y de la política». Será preciso, al fin, hacer frente a esa sola verdad. Y borrar la engañosa melancolía de aquellos que evocan tiempos de ilusa historia. No hay nada en el mundo peor que eso. En las ilusiones históricas se encripta el nombre del infierno: «fantasmas encerrados / en el cristal inquebrantable / de quienes sí seremos», escribe bellamente Juan Bonilla en sus Días heterónomos.

Lo hirió la épica. Como a todos. Eran demasiado jóvenes: siempre se es –no importa la edad– demasiado joven para la epopeya. Y lo real se les antojaba un pesado paréntesis. Exigieron –se exigieron– un inmediato fin del mundo: de su mundo, que es el mundo. E ignoraron que el Apocalipsis es siempre: porque cada hombre es el último de los hombres. Ignoraron la evidencia. Y enfermaron. De esperanza. En una turbia condensación imaginaria, casi en un delirio, llamaron a sus leyendas realidad; destino, a sus deseos. Fijaron tal proyecto en una religión terrena y acre. No sabían que era eso. Por supuesto. La llamaron política. La adjetivaron, los más ingenuos: «revolucionaria». Dícese revolucionario del giro completo que deposita al viajero en su punto de partida, eso revelan los diccionarios. Pero, en ausencia de ellos, sirve igual el Behemoth de Hobbes.

Propagaron fe, salvaguardaron dogmas. Y concluyeron así en prisioneros de sí mismos: conclusión del círculo. Algunos, más avispados, alcanzaron el grado de sacrificadores: y la política fue para ellos religión del engaño. Pero eso sólo se sabe demasiado tarde. Cuando la partida acaba. Y hasta alguno llegó a hacer capital con eso.

La mentira es verdad de la política. Así fue siempre. Puede, sin demasiado coste, revelárnoslo el monógamo trato con la biblioteca. Mas la verdad no se aprende en los libros, hasta después de que «la fiebre llamada vivir» haya pasado. Eso malhería a Keats. No será él quien lo desmienta.

Cuatro de la madrugada. Y una escuálida brisa abre fugaz grieta en la compacta noche sahariana. Un siseo llega desde la biblioteca: folios, que tatuó en negro la estilográfica, volaron del escritorio y reptan, indolentes, por el pasillo. Sueña hacerlos vagar hacia la calle, verlos, desde la ventana, perderse en la grata, transitoria, frescura de los tejados, perderlos y perderse en ellos: que es lo que siempre sueña aquel que escribe. Bebió anoche demasiado té, masticó demasiados pharmatones. Sin duda. Un dolor blando se mece detrás de sus ojos. Aún no del todo despierto. ¿Para qué tantas prolijas manchas de tinta negra sobre papel del tono cremoso adecuado? Para que fueran sólo criaturas del tiempo. Y que el viento las robara. Definitivamente, «el mundo está bien hecho».

La brisa efímera. Los ejercicios caligráficos que en ella vuelan. Convenidas metáforas del devenir que nos usa y nos arrumba hacia el intemporal olvido. Brecht, en uno de esos poemas glaciales suyos, lo evoca como postrer murmullo que quedará en los lugares que habitaron alguna vez los hombres. Cuando no haya ya hombres. «De estas ciudades quedará lo que a su través pasó: este viento». Y hay, en las sílabas ululantes del poema, como la sombra que se alarga en alguno de los más líricos westerns de John Ford. La noche toda es un poema en blanco y negro, tiniebla que encubre tiniebla.

Sobre la pantalla de los cines de la infancia, aldeas desoladas que la impalpable arena del desierto araña y esmerila en monumento. Hay, en esas ciudades, que son sólo de John Ford y de los sueños, espejos como fantasmas. Sin rostro que reflejar. Desasosiegan. «Con su asfalto, la geometría de sus calles y sus muchas ventanas» –es Walter Benjamin quien acota los versos de Brecht–, «las ciudades, tras ser destruidas y desmoronarse, habitarán en el viento». En la brisa que ulula y borra. En el tiempo, que no nos será devuelto. Las palabras horadan las ciudades. Porque lo huero nada más regula esta cansina disciplina de ser hombre. Su estéril hálito nos atraviesa, nos trueca en desierto. Nada perdurará en el tiempo. Nosotros, menos que nada. Y bien está que así sea.

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