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Palabra de honorCarmen Cordón

Honra tu nombre

Nadie te lo enseña en el colegio, ni aparece en ningún programa educativo de ADE, es más bien lo contrario de lo que vemos a diario en las noticias, donde nuestros líderes políticos incumplen lo que prometen sin rubor, repitiendo relatos sin hechos, sin rendición de cuentas

Qué sensación tan extraordinaria es viajar por sorpresa en un Boeing 787 y sentarse en primera en el ingenioso metro cúbico de suave y articulada butaca cuando una, lo que se esperaba, era ser embutida cual sardinilla en uno de esos sádicos asientos de avión corriente esquivando chicles pegados y mocos secos en los reposabrazos.

Me apasionan los aviones grandes: inspeccionar cada compartimento, abrir cada tapita, mover el respaldo arriba y abajo, adelante y atrás… hasta disfruto leyendo las instrucciones de seguridad. Hoy viajo a contracorriente para lo que son estas fechas: parto de Mallorca hacia el ardiente julio madrileño. Sin duda, somos una escala fugaz de este gigante del cielo que apunta más lejos, tal vez a estas colosales montañas de Wyoming que proyecta la pantalla de mi asiento.

Mis vecinos viajeros están colocando con esmero almohadas cervicales, antifaces de seda, neceseres organizados como quirófanos. A mi lado, en el 2D, viaja un muchacho, joven, que sin embargo no presta atención al festín de lujos y sorpresas del vuelo en primera. Es guapete, un flequillo meditadamente desordenado vela con pudor el acné suave de quien aún conserva la adolescencia. Se muerde las uñas mientras tamborilea inconscientemente el pie contra el suelo: tac, tac, tac, tac. Estudia algo con avidez en su tablet. Examina gráficos y notas y cada tanto levanta la mirada al techo como si esperara que lo recién leído le cayera, por gravedad, dentro de su cerebrito extenuado.

Qué mal se pasa a final de curso; las cosas, al parecer, no han cambiado tanto. A mis 57 años, todavía me despierto alguna noche con el corazón galopante de angustia soñando con que me presento a un examen y me quedo en blanco.

Recuerdo esos tiempos, cuando creía que aquellos exámenes lo decidían todo: carrera, profesión, vida… Todo, sin tener claro si ése era realmente mi camino ¿Qué quieres ser de mayor? Recuerdo que, incluso con la carrera ya empezada, vivía enredada en dudas. Me acerqué a docentes y profesionales mendigando pistas para dirigir mi futuro «¿A ti qué es lo que se te da bien, Carmen?» La respuesta era más desalentadora que la pregunta. Nada en especial. Ni matemáticas, ni lengua y mucho menos el deporte.

Tenía compañeras que ya desde niñas, en el colegio, eran genios de la aritmética o la física, ésas serían médicos o ingenieras; otras eran deportistas, bailarinas, grandes dibujantes. En primero de carrera muchos llegaban a clase de buena mañana comentando las noticias del día y había quien interpretaba su papel de periodista-estrella portando todos los periódicos en una cartera rígida de cuero marrón, de esas con pestillos automáticos que abrían estruendosamente sobre el pupitre. Yo, por no leer, ni leía los textos de los tebeos de Zipi y Zape. Gris total, ese era mi color.

Mis improvisados asesores de futuro profesional me animaban al menos a encontrar algo a lo que me gustase dedicar mi tiempo, una afición «Vas a dedicar muchas horas al trabajo, mejor que sea algo que te guste hacer». Pero tumbarme en el sofá con una buena peli de miedo y un bol de palomitas no parecía una vocación muy prometedora. Así que deambulé esos años aferrada a una única misión: aprobar todo en junio para ganarme un veranito libre de responsabilidades y angustias.

El muchacho del flequillo se ha quedado dormido. En su carpeta pone que estudia Administración de Empresas. Me pregunto si él tendrá claras las cosas. Tal vez sí, por la firmeza con la que, incluso dormido, sujeta el bolígrafo. No sé si podría proyectar algo de luz sobre esas angustias de juventud porque, contra todo pronóstico, y tras 35 años de andadura profesional, sigo sin tener clara una respuesta a la pregunta ¿Qué quiero ser de mayor? A estas alturas sigo buscando mi camino. Inventándolo. La vida te lleva, te zarandea, te pone a prueba… y solo entendemos hacia dónde íbamos cuando ya estamos llegando, y la rueda nunca se para.

Quizás mi joven vecino sueñe con ser un alto ejecutivo, o un empresario influyente, con tener popularidad o formar una familia feliz. Mi único descubrimiento en estos 35 años de ventaja vital que le llevo es que la pregunta que yo tanto me hacía «qué quiero ser» no es la acertada, la pregunta es «cómo quiero ser». Porque el éxito profesional, el reconocimiento general, el respeto de tus semejantes, tu reputación, y hasta esa familia feliz… no son objetivos sino consecuencias

Honra tu nombre. Nadie te lo enseña en el colegio, ni aparece en ningún programa educativo de ADE —es más bien lo contrario de lo que vemos a diario en las noticias, donde nuestros líderes políticos incumplen lo que prometen sin rubor, repitiendo relatos sin hechos, sin rendición de cuentas—, pero ésa es la clave del éxito vital y de la satisfacción personal. Tu nombre es tu mayor activo. No es un conjunto de letras: es tu marca, tu reputación, tu legado. Y lo construyes cada día con hechos, con una manera de actuar. Palabra, como el nombre, sólo se tiene una. Si la das, cúmplela. Si prometes algo, entrégalo. A tus clientes, a tus amigos, a tus compañeros. A ti mismo. «Quiero ser trabajador, comprometido, cumplidor, bueno, honesto, fuerte y leal», ésa es la respuesta. Si eso es lo que eliges ser, todo lo demás vendrá solo. Lo decía Marco Aurelio en Meditaciones: «Honrar tu palabra puede doler, pero ese dolor es el precio de la grandeza.» Además, duermes feliz. Y tranquilo.

Garantizado.

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