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Palabra de honorCarmen Cordón

El síndrome de la mantis religiosa

Cada vez veo más de estos especímenes contemporáneos: padres que llevan la mochila al niño, padres que hacen los deberes, padres que compran cigalas para evitar un berrinche. ¿En qué momento pasaron de ser referentes a asistentes personales de sus hijos?

En los tiempos que corren, a cierta edad es bastante fácil convertirse en un mequetrefe. Hay muchas formas de llegar ahí, pero el riesgo es más acusado si uno es modernete y comulga con el manual del buen papi del siglo XXI.

El otro día, en Mallorca sin ir más lejos, fui testigo de una escena que merecía la observación de uno de estos sujetos a cámara lenta. Tomaba yo una cerveza frente al legendario acuario de langostas, gambas, cigalas y demás ricuras con las que Toni Serapio recibe en su Sa Roqueta, en el romántico Portixol, cuando me llamó la atención la entrada de una familia joven: la madre, oronda, irradiando esa energía brutal que acompaña al embarazo, abría paso a su tribu como si su mera condición le concediera un estatus superior, con el que nos despreciaba con gesto suave pero firme a los «normales». Detrás, un niño de unos seis años y rizos asalvajados por el mar, que parecían antenas emitiendo autoridad genética de primogénito, avanzaba como un zar en miniatura con la mano sostenida por su padre, que era el sujeto digno de estudio e inspirador de estas líneas.

El niño frenó de sopetón frente al tanque de mariscos vivos en la entrada, levantó sus bracitos hacia su servil padre y, emitiendo grititos guturales —ngue, ngueee—, pidió ser ascendido a la altura del acuario de bichos marinos. —Mira, papá, gambas.

—No, campeón, son cigalas —respondió él con ese tonito impostado y complacido que algunos padres adoptan cuando interpretan en público el papel de «padre ejemplar en plena comunión con su criatura prodigiosa». —¡Cállate, tonto! —le soltó un manotazo. El padre apartó la cara con las gafas de medio lado y una sonrisa exculpatoria. El camarero, con amabilidad paciente, sacó dos gambas (que eran cigalas) con una red y se las mostró al niño, que, prendado de ellas, quiso adoptarlas como mascotas. Cuando se enteró de que eran para la parrilla, rompió en un berrinche monumental, apalizando al papi cuyas gafas terminaron de caer. Entonces la madre susurró algo que hizo sonreír a su agraviado nene. Al padre le recuperaron las gafas, se las colocó, y, en un gesto sorprendente, compró las cigalas y las hizo llevar a la mesa vivas, para que el sultancito acuático pudiera jugar.

El hombre portaba un bigote fino, muy cuidado, como si lo hubiera dejado crecer imitando al actor Errol Flynn cuando era modelo, y luego se hubiera olvidado de espesarlo, de enmendarlo. Era la viva imagen del mequetrefe: sin mando, sin guía, un mero asistente personal. Los ángulos de su cara —de cierta belleza retro italiana— enmarcaban unas profundas ojeras que acusaban ese tipo de cansancio que no es físico, sino mental, fruto de ese sometimiento voluntario del cabeza de familia al empoderamiento del mundo de la crianza 2.0 que le rodeaba: mujer, niño, crustáceos-mascota.

Se sentaron por orden de importancia: primero el pequeño déspota, elevado en un cojín ceremonial; luego ella, volcada en sus cuidados; y por último, el orgulloso Errol Flynn, que se afanaba en mantener con un tenedor a las cigalas a raya, que huían despavoridas a coletazos por la mesa. Parecía una escena de película de Buster Keaton.

Por fin llegaron a su mesa gambas (que no cigalas) a la plancha, humeantes, crujientes y saladitas. La madre era todo lo contrario a él: irradiaba esa fortaleza primigenia que nos otorgan las hormonas del embarazo. La naturaleza la protegía; su sistema entero —ese cóctel bioquímico ancestral que asegura la preservación de la especie— la llevó a abalanzarse sobre ellas con un apetito sagrado y sin fisuras, mientras Errol se dedicaba a pelarlas, ponérselas en trocitos al niño y chuparse los dedos. En unos instantes no quedaron ni las raspas. El padre y su vástago salieron de la mano al puerto llevando las cigalas vivas. Las echaron al mar entre grititos nerviosos, aplaudieron la liberación y el padre dijo: —¡Libres! ¡Chócala, bro! Chocaron y él miró, con henchido orgullo paterno, a los atónitos comensales que allí estábamos.

Cuenta Eva Millet en su libro Hiperpaternidad que cada vez hay más niños que, al caerse, no reaccionan levantándose: esperan esa mano de papi que tire de ellos. Cada vez veo más de estos especímenes contemporáneos: padres que llevan la mochila al niño hasta la puerta del colegio; padres que piden que no se premie a los mejores porque su niño se traumatiza sin medalla; padres que hacen los deberes; padres que se encaran con árbitros o profesores por amonestar a sus hijos; padres que pagan cigalas vivas en restaurantes para que el nene no llore…

¿En qué momento los padres se volvieron esclavos de sus hijos para evitarles los conflictos sin descanso?

Como dijo Albert Schweitzer, premio Nobel en 1952: «El ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única». Me habría gustado preguntarle a Flynn: ¿eres el espejo en el que te gustaría que se mirase tu hijo?

En fin, creo recordar que las mantis religiosas se comen la cabeza del macho una vez se han reproducido. Dada la determinación con la que esa madre y su vástago se habían chupado aquellas gambas, yo, que aquel padre, me andaría con cuidado. Lo que hay que ver.

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