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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Los chinos, nuestros chuchos y la decadencia

La principal diferencia es que ellos siguen sacrificándose en favor de ganancias a largo plazo, mientras que nosotros preferimos el 'carpe diem' hedonista

Act. 04 ago. 2025 - 16:19

Tomo una caña con un español de valía que se ha ido a trabajar a China y pasa sus vacaciones en casa. Es un técnico de categoría de una gran multinacional europea. Ha sido destinado a una de sus plantas en el gigante asiático y resulta interesante escucharlo.

De entrada, le ha sorprendido el apabullante avance tecnológico y las enormes dimensiones de las ciudades (él y su familia viven en una de 13 millones de vecinos, pero existen tres metrópolis todavía mayores). En la factoría convive a diario con el personal chino y cruzan impresiones sobre sus países y formas de ver la vida. Algunos de los asiáticos que han viajado a España le comentan horrorizados que no entienden que los españoles dejen a los perros orinar y defecar donde les place y que sus dueños vayan luego detrás recogiendo sus excrementos (cuando lo hacen). Se lo señalan como un síntoma de una civilización en decadencia, que ni siquiera educa ya a sus animales y permite que manden ellos.

Lo que más le ha llamado la atención a nuestro compatriota de lo que ha visto en China es su mentalidad de largo plazo, su capacidad de sacrificar el momento presente en favor de un beneficio futuro. La multinacional europea ha emitido una oferta especial de acciones con un importante descuento para sus empleados. Todos los trabajadores chinos la han aprovechado, llegando muchos a renunciar un año entero de su sueldo para poder hacerse con ellas, tiempo en el que tendrán que vivir de sus ahorros y de las redes de mutua ayuda familiar. Algo así resulta impensable para sus pares europeos. No están dispuestos a sacrificar el presente para aprovechar esa oportunidad de aumentar su patrimonio.

Occidente sufre una epidemia de énfasis absoluto en el presente, agudizada tras la pandemia. En todos los ámbitos se va imponiendo el carpe diem hedonista, la visión en corto. Lo que importa es vivir el momento. Además, el vértigo del mundo digital, con la tiranía psicológica de las redes sociales y con la información instantánea y taquicárdica, hace que los políticos se muevan por un cortoplacismo electoralista extremo.

¿Qué mandatario se atreve hoy a tomar una decisión impopular, aun sabiendo que es imprescindible para un buen futuro? Casi ninguno. ¿Quién osa a contarle al público las verdades incómodas? Casi nadie. Los ciudadanos son tratados como niños. Se flota en una ficción de prosperidad, apuntalada sobre un globo insostenible de deuda. La queja sustituye al esfuerzo y se exige que un Estado omnipresente cubra todas las lagunas de las irresponsabilidades personales.

Nada refleja mejor la nueva mentalidad que una comparación de los jóvenes españoles con sus padres y, sobre todo, con sus abuelos. Muchísimas de aquellas personas de hierro de la Generación de Pana tenían unas metas claras, a pesar de su condición humilde y de que les tocó un mundo depauperado. Dos eran los objetivos más habituales: intentar hacerse con una vivienda en propiedad y dar estudios superiores a los hijos. Por supuesto para lograr esas metas había que asumir sacrificios, trabajar a destajo y mantener una cultura del ahorro. Pero lo hacían, incluso emigrando. ¿Resultado? Prosperaban sus familias, y por ende, el país.

A la edad en que sus ancestros formaban una familia con varios hijos, muchos «jóvenes» de hoy siguen apalancados en el sofá paterno, invocando que «los sueldos son una mierda y comprar un piso se ha vuelto imposible». Tales asertos tienen algo de cierto, sobre todo en Madrid y Barcelona. ¿Pero les resultó más fácil a sus abuelos?

Comprometerse y tener hijos comienza a constituir una rareza. Abundan las parejas que prefieren el perrito. Cuando se les pregunta a personas ya en la treintena por sus preferencias vitales, la mayoría responden: viajar y disfrutar con los amigos (y a ser posible, teletrabajar, el nuevo sinónimo de escaqueo). Sacrificarse en nombre de un bien a medio o largo plazo no entra en sus planes. Les da una pereza infinita convertirse en capitanes de sus propias vidas. La idea de que el mundo se ha conjurado contra ellos se ha convertido en una muletilla.

Todo atiende en el fondo a un ciclo que siempre ha existido: lo que sube, baja. En una primera fase, la sociedad de una nación pobre se moviliza para alcanzar un mayor estadio de prosperidad. Impera un hambre de progreso generalizada, un progresismo de verdad, antagónico con la igualación a la baja del socialismo. Una vez alcanzado el buen nivel de vida, de manera casi inevitable la sociedad acaba acomodándose, se vuelve más egoísta, hedonista y relativista. El siguiente paso es el declive, más rápido o lento.

Los chinos están todavía en fase de subida, aunque cerca ya de la opulencia. Nosotros hemos iniciado la cuesta abajo tras dominar el mundo entre los siglos XV y XX. Y no tiene mucho arreglo. Le pasó a sucesivos imperios a lo largo de la historia, y ahora le ocurre a Occidente, una Roma en decadencia, donde los niños molestan, los chuchos van a la peluquería y hasta se cuestiona la realidad biológica del hombre y la mujer.

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