Ussía, un intento de elegía
Imagino que lo que le hacía único era su veta traviesa, porque siempre conservó cierta chispa de niño grande que lo mantuvo insólitamente libre
El pasado verano, Ramón Pérez-Maura, el director de Opinión de El Debate y embajador clave en la llegada al periódico de Alfonso Ussía, nos contó a dos o tres personas del diario que nuestra estrella había entablado la última batalla, aquella de la que no se vuelve. Sus médicos creían que no disfrutaría de una Navidad más.
Pero mientras una neblina de pesadumbre nos sobrevolaba, Ussía seguía a lo suyo, imparable. Sus artículos continuaban impregnados de humor, sin una sola concesión al sentimentalismo y la auto conmiseración. La columna diaria se había convertido para él en la última agarradera a una vida que se le escapaba. Hoy ya se puede contar: tras recibir la extremaunción –como caballero católico que era–, Alfonso todavía encontró fuerzas, no se sabe de dónde, para dictar tres artículos más. ¡Y en ellos continuaba con sus chanzas y anécdotas, como si nada le estuviese pasando!
Ussía era a los 77 años el número uno en España de su oficio, el columnismo. Desde hace unos tres lustros, algunos «jóvenes» articulistas, en realidad ya más cercanos al Imserso que a la universidad, hacen lobby de mutua ayuda para ensalzarse. Se pelotillean unos a otros para presentarse como el no va más del género (cuando la mayoría solo cultivan el inane masajeo de unos yoes hipertrofiados). Paparruchas. Aquí la única vitola de éxito que sirve es la que conceden los lectores. Hoy, en un mundo digital, se puede medir perfectamente el seguimiento de cada cual, y el resultado estaba ahí, inapelable: Ussía era de largo el columnista más leído de España.
Sin embargo, el oficialismo, y los articulistas de supuesta derecha y mentalidad de izquierdas, no lo consideraban. Lo motejaban de rescoldo camp, pues incurría en tres pecados hoy imperdonables: era conservador, libre y usaba como herramienta el humor, la mejor manera que se ha inventado de ser inteligente.
Para mí, un chaval de un barrio portuario de La Coruña, ha supuesto un honor acabar escribiendo en el mismo periódico que Ussía, al que admiro mucho. No era mi amigo, pues en realidad apenas lo conocía. Nunca comí con él, ni siquiera nos tomamos un café, o un vino. Pero siempre me trató con una delicada amabilidad de buena cuna y me encantaba verlo y charlar con él cuando se dejaba caer por El Debate.
Poseía Alfonso una mirada de ojitos pillos, que contrastaba con su porte gentleman clásico a la inglesa. Era un superdotado contador de anécdotas, que iba embelleciendo sin que lo frenase el rigor, volviéndolas cada vez más descacharrantes. Sus recuerdos y ocurrencias le hacían tanta gracia que él mismo se descojonaba, lo cual resultaba muy contagioso, irresistible. Imagino que lo que le hacía único era su veta traviesa, porque siempre conservó cierta chispa de niño grande, algo que lo volvía insólitamente libre, ingobernable.
Pensándolo mejor, tal vez he faltado a la verdad al comentar que no era amigo de Ussía, porque todos los que lo leíamos a diario lo sentíamos como tal. Formaba parte de la vida cotidiana de infinidad de personas. Lo sentían como una presencia próxima, que a primera hora, o antes de planchar la oreja, les regalaba a diario una sonrisa (o los confortaba con alguna justa reprimenda a alguno de los muchos cenutrios que soportamos).
Ussía disfrutó de una vida plena, fabulosa, aunque se pasase buena parte de ella atado al teclado. Formó una gran familia, que incluye a un heredero también de fina mano literaria. Fue un vitalista contumaz, de espirituosos, tabaco y algún lance galante de mocedad. Viajó, por fuera y por dentro, y trabó amistades de verdad, que añoraba en su otoño cántabro. Amigos capitales, como Mingote y Tip, se le adelantaron para coger sitio en el cielo y se quedó un poco solo.
Ussía fue, con Vargas Llosa en El País, tal vez el último articulista que ganó mucho dinero con su oficio. El que merecía, por otra parte. Abandonó ABC, periódico que debería haber sido su Estación Termini, a finales del siglo XX, cuando Anson, con mal perder, intentó vengarse de su despido en la dirección clonando su vieja cabecera. Ussía, siempre en su sitio contra ETA, no estaba cómodo con el periodismo reservón de los que todo el mundo llamaba «los vascos». El cheque de Anson hizo el resto y se marchó con su teclado a otra parte.
En su nueva casa, los catalanes le pagaron opíparamente y durante un tiempo lo cuidaron. Pero Alfonso fue entendiendo que en el periódico donde había recalado tal vez interesaban más los negocios paralelos que el periodismo. Por su parte, los que le pagaban empezaron a pensar que quizá le estaban abonando demasiado y forzaron su marcha tocándole la tecla del orgullo, algo que siempre funcionaba con Ussía, persona consecuente a cualquier precio.
Ussía conoció entonces la mezquindad del sistema editorial español. Septuagenario, pero con su talento intacto, se encontró con que nadie lo acababa de llamar. Para muchos, que hoy lo despiden con una efusión un tanto hipócrita, resultaba demasiado libre, o demasiado de derechas, o demasiado mayor y masculino.
La historia tuvo un final feliz. Recaló en El Debate, que encajaba como un guante con su visión de la vida, del honor y de España, y resultó que una multitud de lectores -de amigos- estaban esperándolo. Con su magia un poco ácrata, su memorión, su prosa límpida y su humor a bocajarro se convirtió en el mascarón de proa que ayudó a que este periódico lograse el despegue más rápido de la historia de la prensa digital española.
Alfonso seguirá vivo. El carácter atemporal de muchos de sus artículos lo salva del precio de caducidad que paga el periodismo, espuma de cerveza que muere con el día. «El periódico de ayer ya solo sirve hoy para envolver el pescado», escuchaba uno de niño en Galicia. Pero lo que ha dejado escrito Alfonso sirve para envolver nuestro estado de ánimo, transportándonos a un lugar mucho más risueño, menos áspero.
Disculpa, Alfonso, que me haya puesto un poco sentimentaloide, algo que a lo que eras alérgico. Pero es que la ocasión lo merece, porque si me permites una de tus bromas, en principio no te vas a morir más veces.
Gracias por todo, Alfonso de Ussía y Muñoz-Seca, por tu maestría escribiendo columnas, por tu patriotismo y por las toneladas de alegría que repartiste, en público y en privado. Te mandamos un brindis, que seguro que nos devuelves desde allá arriba.