Bardot
Sólo hay leyenda en las más tercas lejanías. Donde ni espejo ni imagen impongan añoranza. Bardot se atrincheró, invisible, como se atrincheraron en glaciales soledades, Garbo o Dietrich
«Ronsard me celebró en mis días más bellos». Es lo que queda, tras el vendaval del tiempo: alejandrinos perfectos, que yo tan mal traduzco: Ronsard me celebroit du temps que j’étais belle. De la que fue favorita de Catalina de Médicis, apenas sabemos su jovencísima viudez. Y el amor cortés mediante el cual, por encargo de una reina, el más grande de los poetas de la Pléiade, jugó a trocarla en intemporal deidad. Ciento treinta y seis sonetos, divididos en dos libros, ya bien mediado el siglo XVI, fueron precisos para lograr eso. Conocemos su nombre: Hélène de Fonsèque. También, su intimidatoria belleza: je n’osais t’aborder, craignant de plus ne vivre, escribirá el poeta de su primer encuentro: «no me atrevía a abordarte, por miedo a ya no vivir». Que la excesiva belleza arrebata la vida, es dogma para la poesía cortesana.
Brigitte Bardot fue filmada por muchos. Y «celebrada» ronsardianamente por dos de los más grandes. Louis Malle en 1961, Jean-Luc Godard en 1963. Roger Vadim había construido ya, para entonces, imágenes correctísimas de un cuerpo más que bello. Vie privée («Vida privada») y Le mépris («El desprecio») configuran, al milímetro, una entidad legendaria. Tan anclada en la materia de Brigitte-Anne-Marie Bardot, cuanto en la joven cortesana de la reina Catalina quedaban anclados los sonetos que inventaban la leyenda de Hélène. ¿Quién perdería el tiempo hoy persiguiendo intercambiables anécdotas de la dama Fonsèque, disponiendo de las ciento treinta y seis advocaciones del mito perfecto que Pierre de Ronsard cincela? Un necio. Solo.
Bardot, Brigitte Bardot, no es la anecdótica vieja dama que murió ayer en su Saint-Tropez de siempre. Es la intimidación corpórea a la que Jean-Luc Godard fuerza a dialogar con la intimidación arquitectónica de la Mansión Malaparte, en el Capri, en donde un Fritz Lang profético dialoga con la imposible leyenda de Odiseo. Ante los ojos del voyeur mayor de la historia del cine: ese gran sacerdote de lo estéril que fue el autor de À bout de souffle.
No, Bardot, Brigitte Bardot, no era esa dama muerta ayer en la fortaleza de su largo encierro. Es la belleza perseguida a muerte por necios cazadores de instantáneas, en una meditación fílmica del año 1961 que bucea el sacrilegio de fijar en el ojo de una cámara la imagen de lo bello. Y, así, matarlo. Louis Malle filmó con infinita delicadeza ese acoso letal en Vida privada. Y en aquel desplomarse al vacío de su protagonista desde lo alto de un palacio en Spoleto, la metamorfosis del cuerpo bello estallaba en mito.
Una gran dama ha muerto. Lejos del bullicio mundano que detestaba. Fue la más bella. Y, enseguida, algo más. Lo primordial: leyenda. Solo hay leyenda en las más tercas lejanías. Donde ni espejo ni imagen impongan añoranza. Bardot se atrincheró, invisible, como se atrincheraron en glaciales soledades Garbo o Dietrich. Sacerdotisas, las tres, de una inflexible inteligencia: que «todo cuanto es perfecto no dura demasiado». Mejor, pues, que dure nada. Para ser eterno.