Fundado en 1910
El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

O Magnum Mysterium

La música se pierde. Se ha perdido, muy probablemente. Y muy probablemente eso no tiene cura. Como no tiene cura que tan pocos sepan ya hoy leer

Harry Christophers dirige a The Sixteen. Mi casa es la biblioteca que habita un eremita con solo dos creencias. Inexpugnables. Libros, siempre. A ratos muy privilegiados, música. Lo demás –todo lo demás– perdió para mí el peso que tuvo en otros días. Ahora muertos, como muertos, están algunos de los mejores que me acompañaron: en la lectura de los libros, que eran nuestro mundo. En el estupor de la música, que, por no ser de nuestro mundo, pudo maravillarnos más que ninguna otra cosa.

Y ahora, en esta casa que es una biblioteca bien ordenada, en cuyas letras solo es posible –si a alguien pudiera interesarle tal nadería– rastrear mi nombre, esos «Dieciséis» a los que dirige el sabio Harry Christophers entonan el susurro, demasiado tenue para ser descrito, que dice, milagrosamente, la necesaria textura de lo imposible: el milagro.

O magnum mysterium
et admirabile sacramentum,
ut animalia viderent
Dominum natum
Jacentem in praesepio!


(¡O inmenso misterio
y admirable sacramento,
que hizo a los animales ver
al Señor nacido
y yaciente en un pesebre!)

Del susurro hizo música, un londinense, matemático y angelical a un tiempo: eso es ser músico. Lo bastante católico para componer sin distinción para oficios católicos y anglicanos. Porque la música era sagrada; no religiosa. Lo sagrado –la relación del animal pensante con el misterio– es lo primordial para el hombre que sabe que muere. Muy pocos alcanzaron en el siglo XVI la belleza polifónica que William Byrd imprime a ese fontal sagrado. Solo los grandes de la gran polifonía española, Morales, Victoria, Guerrero… conmueven así quién escucha. A quien sabe escuchar todavía. No demasiados ya. Y eso no tiene remedio.

La música se pierde. Se ha perdido, muy probablemente. Y muy probablemente eso no tiene cura. Como no tiene cura que tan pocos sepan ya hoy leer: aquel milagro que un rey-mago de Egipto revelara a Sócrates en el conmovedor diálogo de Platón que dice la escritura, arte laborioso de la memoria. Condenado al fracaso: letras que se disuelve sobre el agua, dice, y de las que solo nos quedarán, al fin, ondas desdibujadas. Y después de esas ondas, nada. A esa nada hemos llegado.

¿Son lo mismo la escritura y la música? No, la primera es el consuelo de los que no hemos sabido componer la aritmética arquitectura de la segunda. Y la añoramos. Fedón, 60e. Es Sócrates, el padre de todo lo que, en Platón, sería esa segunda navegación –la grandiosa– de la escritura, a la que el discípulo llamará «filosofía», el que cuenta la voz que oye en sueños cada noche: «¡Sócrates, haz música y aplícate a ello!». Y Sócrates fracasa. Y se resigna a hacer «otra música», que Platón escribirá: a «hacer música, en la convicción de que la filosofía era la más alta música».

Y en el silencio de esta mañana de Navidad –porque música no es la combinatoria del ruido, lo es del silencio–, en mi biblioteca y en las voces intangibles de los Sixteen de Harry Christophers, William Byrd, repite en bucle sus cinco minutos y cuarenta segundos de paraíso. Que ningún filósofo, que ningún escritor podrá construir nunca. Sócrates quiso ser músico. Fracasó. Y ese fracaso nos legó la más alta melancolía. La de escribir lo imposible. La llamamos filosofía: música que no suena… O Magnum Mysterium!

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