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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Esperando a Corina

El día en el cual Machado presida Venezuela –muy pronto–, las puertas de los archivos –esto es, del presidio– comenzarán a abrirse ante Pedro Sánchez. Nadie se engañe: eso es lo único que hoy él teme. Igual que Zapatero


–¿A quién teme Pedro Sánchez?

–No a Ábalos, por supuesto. A estas alturas, José Luis Ábalos no es ya más que la piltrafa que de él tiraron al cubo de la basura sus antiguos compañeros de francachela y negocio: un sórdido putero, lo bastante mezquino como para hacerse pagar su alivio sexual con fondos públicos. A su servicio, un ex portero de burdel le llevaba la agenda. ¿Se puede ser más ridículo? Nada dicen aquellos viejos colegas en negocio y francachela de la áspera verdad: que ese era el protocolo convenido. Por todos y para todos. Que los negocios serios del partido se convenían en el lugar común donde empresarios y gobernantes se hermanan: los burdeles. Y que poca novedad había en eso.

–¿A quién teme Pedro Sánchez?

–No a una señora lo bastante descerebrada como para proclamarse a sí misma unidad de inteligencia del Partido Socialista Obrero Español con misión de enfangar a todos los enfangables. Un agente secreto que se proclama tal, no es ni agente ni secreto: es, en román paladino, un gilipollas. Que aspira, no al Olimpo de los grandes ministerios, sino al ceniciento moho de la celda. Doña Leire Nosecuántos podrá ser todo lo periodista de investigación que ella desee. Pero está más muerta aún que el triste pagafantas de Jésica y asociadas. Y, para Sánchez, la ilustre «fontanera» no es peligro mayor que el de una cucaracha que corretease, dicharachera, sobre las mullidas alfombras del Palacio de La Moncloa.

–¿A quién teme Pedro Sánchez?

–No a la tropa de viejos amigos rijosos, degustadores de cachete en nalga femenina o de oferta salaz a cambio de honorable cargo. A esos, no tiene más que entregarlos a la jauría. Estará tan encantada cuanto lo estuvieron los perros que se zampan a Acteón como precio del despecho infligido a Artemisa: «Por todas partes lo acosan sus propios perros, y, con los hocicos hundidos en su cuerpo, despedazan a su dueño». Maravilloso Ovidio. Los jefecillos, ayer halagados, son hoy carne de presa para mejor prosperidad de sus antaño complacientes amazonas. Los Salazar, Tomé, Navarro, Izquierdo… están más muertos aún que el devoto de los amores venales y que la publicitada «agente» secreta. Ningún peligro son ya para Sánchez. ¿Quién prestaría oído a un sobaculos?

¿A quién puede temer Pedro Sánchez?

–¿Al Cerdán cuya señora se pulía domésticas tarjetas en el tan hogareño Corte Inglés? Seamos serios: puestos a hacer el ridículo, hay cosas menos humillantes que coleccionar lavadoras o friegaplatos. Y no hace falta ser un lince, y no hace falta ser el pícaro supremo que es Sánchez, para saber que, tras el doméstico furor de la esposa, vendrán cuentas opacas en exóticos paraísos del esposo. ¿Peligro, ese pobre diablo de cónyuge adicta a los grandes almacenes? No hagamos chistes.

¿A quién va a temer el todopoderoso? ¿Al último rebote del dinero a negros borbotones que desaguaban las alcantarillas de las saunas de su suegro? Que nadie tenga en esto la menor duda: si un día fuera preciso sacrificar a la hija de papá Sabiniano, la hija de papá Sabiniano iba a durar medio minuto. Un peón más. Si se quiere, una dama. Pero el juego ha de seguir. Por encima de cualquier pieza.

¿A quién debe, de verdad, temer Pedro Sánchez? Sin remedio.

La tragedia actual española se gestó muy lejos. En la terrible Venezuela de Hugo Chávez. Y, luego, de Maduro. Cuando la entonces descomunal PDVSA puso el dinero necesario para comprarse la política española. Pagándose, en la escala ínfima, a un minúsculo partido provocador, como excelente detonante del gran estallido. Y comprándose –en las grandes cifras– a un partido de gobierno, marioneta a través de cuya propiedad mover los hilos convenientes en Europa. ‘Podemos’ era el payaso de las bofetadas. Ni siquiera lo sabía. Puede que hasta pensasen sus inocuos muchachitos que estaban elevando al cielo la versión postmoderna del partido bolchevique. Se les puso medios –con ayuda de los «civilizadores aliados» iraníes de Zapatero– para parecer algo y ganarse en la pantalla un buen saco de votos electorales. Luego, cuando ya no hacían falta para nada, se les fulminó. Hasta dejarlos en esta cosa de taberna, de la cual vive ahora su providencial líder. Lo del PSOE era más serio. Zapatero hizo fortuna como correveidile de Maduro. Pero el dinero en grande se invirtió en otra cosa. Poseer en España un partido de gobierno propio. Y de esa cosa sabía Delcy Rodríguez, la gravedad, cuando afrontó el riesgo de violar una orden judicial europea para aterrizar en Barajas.

Venezuela se acaba. Escuchar en Oslo a María Corina Machado es percibir el canto de las Moiras que abren ya sus tijeras sobre la red de hilos que movió al títere de La Moncloa. El día en el cual Machado presida Venezuela –muy pronto–, las puertas de los archivos –esto es, del presidio– comenzarán a abrirse ante Pedro Sánchez. Nadie se engañe: eso es lo único que hoy él teme. Igual que Zapatero. Ambos tienen razón.

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