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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

¡Pobre Falstaff!

Lo más triste de lo leído estos días sobre nuestro Falstaff de baratillo han sido unas palabras de su hijo. Sinceras, sin duda. «Begoña Gómez fue decisiva para que Sánchez prescindiera de mi padre». Sentencia ella: «¡Echa a ese putero!»

Pongamos –sé que es mucha generosidad– que, en prisión, al señor Ábalos le haya acometido, como vicio de senectud, el de la lectura. Pongamos –sé que es un imposible metafísico– que haya incurrido en el exceso de pedir en la biblioteca carcelaria una correcta edición de las obras de William Shakespeare. Lleguemos al delirio de imaginarlo leyendo las dos partes de su Enrique IV. Y, como en un espejo, soñando haberse trocado en aquel pobre payaso de las bofetadas que allí ilustra la figura de Sir John Falstaff.

Glotón, pícaro, procaz, sablista, cobarde…, Shakespeare lo alza, en su Enrique IV, como arquetipo intemporal del sinvergüenza. No carente, sin embargo, de atractivo. Falstaff es el reverso sombrío del héroe: quien lo provee de ese terrenal disfrute del cual lo dejarían ayuno las secas normas en las que su heroicidad lo enreja. A la vera siempre de su tutelado Hal, llamado a ser un día el rey Enrique V, Falstaff se esmera en propiciar a su señor gozos vetados, que este, seguro, habrá de pagar a su siervo, llegado al anhelado trono, con la largueza propia de un monarca bien servido. Orson Welles había de construir sobre la figura del obeso bufón la interpretación más memorable de su poco común carrera.

Hal, no hay duda para el espectador de Shakespeare o de Welles, es un tipo francamente despreciable. Su cuna lo ha colocado en posición de ventaja que no pretende, bajo ningún subterfugio, convertir en posición de grandeza. Reinará, es todo. Y, mientras el momento de reinar llega, arrasará con todo cuanto derecho se oponga a su deleite. Falstaff no es, para él, más que instrumento de eso. Y eso acaba por hacer del obeso escudero una figura conmovedora. Ajena a moral, sí, pero sujeta al riesgo de ser vulnerada. Figura humana, en suma: amasada en el cieno y en la sangre. Hal será rey. Nunca pagará nada. Todo remordimiento humano resbala sobre la reluciente laca de su realeza.

Llega el final. Hal es, al fin, el apuesto rey Enrique V. Acude, el jovial Falstaff, a cosechar el fruto de toda una vida invertida en juergas y favores. Lo llama por su nombre de siempre: «Hal». Desecha, el otro, siquiera dar por oído el nombre. Corrige, el gordinflón. Apela al que llama ahora «mi rey, mi Júpiter, corazón mío». Replica el que no es ya Hal, sino un inaugural monarca coronado: «no te conozco, anciano. Ándate a hacer tus rezos. ¡Cuán mal le sientan los cabellos blancos al necio y al bufón! He soñado largo tiempo con una especie de hombre como tú, así hinchado de grasa, así de viejo, así de libertino; pero ahora he despertado y desprecio mi sueño». Hal es ahora Enrique V. A esa piltrafa que dice haber conocido a Hal, el rey de ahora no la conoce.

Piltrafa en el patio de Soto del Real, esa es ahora la verdad de José Luis Ábalos. Y esa piltrafa contamina. «No conozco a Ábalos» es hoy tan previsible cuanto la es, en el acto final de Enrique IV, el destino que el viejo rey muestra al antiguo compinche, ahora repugnante: «la tumba se abre para ti, tres veces más ancha que para los otros hombres». Así se despiden los poderosos. «No, a esa basura humana yo jamás la he conocido».

Lo más triste de lo leído estos días sobre nuestro Falstaff de baratillo han sido unas palabras de su hijo. Sinceras, sin duda. «Begoña Gómez fue decisiva para que Sánchez prescindiera de mi padre». Sentencia ella: «¡Echa a ese putero!» Se hereda a un proxeneta. Se fulmina a su cliente. Cruda versión postmoderna de Falstaff.

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