Cartas al director
Me duele amar España
Me duele España como duele aquello que se ama sin ingenuidad. Duele como un país que se contempla en el espejo y sonríe mientras sangra en silencio. La recorro con una mirada cansada de elegir entre la indignación y el llanto: plazas donde la memoria bosteza, ríos que llevan historias que nadie escucha, pueblos que se vacían como casas cerradas demasiado tiempo, ciudades que laten deprisa, pero sin profundidad.
Cada calle es una prueba: de lo que fuimos, de lo que podríamos ser, de lo que se nos niega. La política es un escenario gastado, máscaras que repiten promesas huecas, palabras que no empujan nada. La corrupción roe la confianza hasta el hueso; la ética observa, arrinconada, mientras la mediocridad se aplaude, disfrazada de normalidad y nostalgia.
La juventud —que debería ser impulso, riesgo, desobediencia— camina sobre un suelo inestable. Tropieza con la precariedad, se marcha o se queda resistiendo, tratando de sostener un país que parece olvidar que la esperanza también es una responsabilidad colectiva. Sus pasos resuenan en un vacío que no eligieron; sus manos quieren construir, pero encuentran puertas cerradas.
Y, aun así, España permanece. Hermosa y herida. Viva en sus paisajes, en sus plazas, en su lengua, en su literatura, en una historia que se niega a desaparecer del todo. Persiste en una memoria que resiste, incluso cuando parece agotada.
Mi dolor no es rechazo: es rabia lúcida, ternura crítica, amor sin excusas. Me duele verla así y no apartar la mirada. La nombro para sostenerla, para medirle el pulso, para recordar que bajo la costra del desencanto todavía late algo capaz de renacer. Me duele amar España.