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18 de abril de 2024

Editorial

Un Rey que debe ser rehabilitado

Nada ilegal se ha encontrado en la conducta de Don Juan Carlos, cuyos errores no dan ni para desmontar su obra ni, desde luego, para poner en solfa la institución que encabezó en los mejores años de progreso de España y de proyección ante el mundo

Actualizada 08:29

La Fiscalía Anticorrupción, tutelada por Dolores Delgado y por extensión muy ligada a los intereses de Pedro Sánchez, ha decidido archivar las tres causas abiertas contra el Rey Juan Carlos, objeto de un obsceno tercer grado muy alejado de las investigaciones judiciales garantistas que cabe exigir en un Estado de Derecho.
Más que averiguar la verdad, se diría que durante tres años se ha intentado demostrar, sin éxito, la procedencia de una condena decidida de antemano y aplicada preventivamente con una dureza cercana a la crueldad y claros objetivos políticos. Y, pese a ello, nada ilegal se ha encontrado en la conducta del Rey, cuyos errores no dan ni para desmontar su obra ni, desde luego, para poner en solfa la institución que encabezó en los mejores años de progreso de España y de proyección ante el mundo.
Ni el peor de los delincuentes ha padecido el maltrato que Su Majestad sí viene sufriendo desde que dos personajes tan siniestros como el comisario Villarejo y Corinna Larsen se aliaran para ponerle en duda, utilizarle para esquivar sus propios delitos potenciales y, probablemente, obtener un beneficio económico. Pero lejos de aumentar las reservas por la catadura de ambos personajillos, la maquinaria populista se aprovechó de tan deplorables acusadores para impulsar un ataque a Don Juan Carlos que, en realidad, siempre lo fue contra la Corona, contra la Constitución y contra la idea de España nacida en la Transición.
Que partidos antisistema como Podemos, Bildu o ERC jalearan esa burda intentona era tan previsible como inútil de no haberse sumado el PSOE, con el entusiasmo de Pedro Sánchez en persona o, cuando menos, la falta de resistencia a las pretensiones de sus aliados.
Fue el presidente del Gobierno quien obligó a Felipe VI a dar un paso atrás para proteger a la institución, consciente tal vez de la injusticia que suponía, pero también de la necesidad de poner cortafuegos. Y quien forzó un destierro execrable a Abu Dabi que alimentó, como nunca, el derribo del «Régimen del 78» en su conjunto, según la despectiva definición de los socios del presidente.
Todo ese daño no era ni necesario ni justo ni obedecía, en ningún caso, a un legítimo deseo de aclarar las sombras de la larga trayectoria del Rey, pagadas sobradamente con una abdicación ejemplar y seguramente excesiva incluso. La intención era bien distinta y enlazaba con la pavorosa idea de condenar a España a abrir un nuevo «periodo constituyente», según la terminología chavista utilizada por Podemos y tolerada incomprensiblemente por el mismo presidente que, a la vez, alimentaba las ensoñaciones separatistas para cerrar un círculo de concesiones inquietantes.
Lo que se mandó al exilio, en fin, no fue a la persona, sino al símbolo y al muro de contención de los excesos rupturistas más reconocibles que ha tenido España durante décadas. Si Sánchez alimentó la expulsión de Don Juan Carlos, ahora debe encabezar su restitución y tomárselo como un asunto de Estado, que lo es, y no como una mera decisión interna de la Casa Real: fue él quien transformó los indicios en pruebas de cargo; quien movilizó a la Fiscalía General para mantener abiertas tres causas ad aeternum y quien, finalmente, impuso condenas anticipadas en términos de oprobio y destierro.
España no puede tener a un Rey inocente y querido en el extranjero. Y los que allí le confinaron han de ser los responsables de reparar ese error histórico. Prolongar está injusticia, amén de un acto de inhumanidad, constituye una afrenta política que la sociedad española no toleraría. Don Juan Carlos, uno de los grandes arquitectos de la democracia, no puede estar refugiado a miles de kilómetros en el mismo país que devuelve a sus casas, libres e impunes, a asesinos de ETA con penas vigentes por delitos de sangre imperdonables.
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