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Editorial

Sánchez, la personificación de la mentira y el desafío al Estado

Ningún balance falaz esconde la naturaleza espuria de un presidente ilegítimo, deudor de delincuentes y manchado de corrupción

Con otra de sus habituales comparecencias esperpénticas, Pedro Sánchez ha vuelto a desplegar su enésimo ejercicio de cinismo y desprecio democrático, presentándose a sí mismo como víctimas de sus propios escándalos político y corrupción y, además, de una especie de conjura liderada por una oposición irredenta, tras la cual adivina la acción maligna y concertada de la justicia, la prensa crítica y hasta la UCO, lo diga o no por su nombre.

El líder socialista ha vuelto a conculcar un principio fundamental de la democracia, que es la puntillosa rendición de cuentas, consistente en replicar con argumentos, hechos y concreciones a todas las dudas que pesan sobre la acción de los cargos públicos.

Especialmente cuando todas ellas vienen reforzadas por investigaciones de la Guardia Civil e instrucciones judiciales muy precisas que amplían las interpelaciones del PP o VOX y las revelaciones estrictamente periodísticas.

La ausencia de explicaciones al respecto, y no digamos de asunción de responsabilidades, es incompatible con el ejercicio de la Presidencia, a la que hay que exigir un respeto estricto de los parámetros democráticos, la ostente quien la ostente, sistemáticamente pisoteados por un dirigente con un problema de origen insoslayable: su decisión de aceptar tan alta magistratura gracias al apoyo envenenado de quienes solo se lo brindan para convertirle en rehén y cómplice de unos objetivos que un presidente decente debería combatir.

Si a ese pecado fundacional se le añaden la miríada de escándalos en su Gobierno, su partido y su propia familia, la situación se hace insoportable y solo quedan dos caminos: o aceptar las evidencias y convocar Elecciones o aferrarse al cargo, consciente de que los peajes de sus aliados crecerán y de que tendrá que confrontar con el Estado de derecho para sobrevivir a tanto bochorno e intentar colocar el infame relato alternativo de la conjura, obviamente inexistente.

Sánchez ha optado por la segunda opción, tensionando como nunca las costuras democráticas de España y desafiando a la ley, la convivencia, la cohesión y el sentido común; en un viaje suicida que solo puede terminar con su ruidosa defenestración y el juicio implacable de todos sus antecedentes.

Mientras, solo cabe esperar que prospere y se amplíe la sucesión de mentiras que caracterizan al personaje, en todos los órdenes: las económicas, que presentan una España próspera falsa y derivada en exclusiva del obsceno maquillaje de las cifras oficiales; las políticas, sustentadas en una colisión agresiva con los poderes del Estado y las sociales, resumidas en una búsqueda intolerable del enfrentamiento y la crispación.

A Sánchez le juzgará la historia, sin duda, con la misma severidad con la que él ha actuado contra los principios y valores democráticos nacidos en 1978. Pero es de desear que también lo hagan pronto los españoles y, si procede, los jueces.

Porque es sencillamente inadmisible tener que soportar en la Presidencia a alguien que perdió en las urnas; trabó una coalición espuria sustentada en la destrucción del orden constitucional; le debe el cargo a delincuentes e insurgentes; solo puede gobernar para acatar las órdenes de esos aliados y además es el primer responsable de la epidemia de corrupción por capítulos que soportan los ciudadanos mientras soportan el mayor esfuerzo fiscal de la historia. Ya está bien de blanquear una infamia sin precedentes.

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