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19 de abril de 2024

En primera líneaJavier Rupérez

Fuego Fatuo

Me basta con recordar el «amor brujo» de Carmen Linares de hace veinte años para alegrarme de un reconocimiento largamente debido y esperado

Actualizada 01:30

Fue al poco tiempo de incorporarme a la Embajada en Washington cuando conocí a Ángel Gil Ordóñez. Músico de vocación y profesión, originario de Madrid y radicado desde hacía un cierto tiempo en la capital de los Estados Unidos, ostentaba ya un importante currículum: violinista en sus comienzos españoles, había concentrado su meta en ser director de orquesta y vivió durante seis años en Munich recibiendo las lecciones de Celibidache, uno de los grandes de la batuta en los ochenta del siglo XX. Próximo en España a Odón Alonso, tuvo varias veces la oportunidad de actuar como director invitado de la Orquesta Nacional. Haciéndose camino profesional en los Estados Unidos, y en colaboración con su colega y amigo, el musicólogo e historiador John Horowitz, estaba investigando las posibilidades de poner en pie una orquesta de cámara que tuviera como objetivo la investigación de los clásicos contemporáneos y como añadido la posibilidad de situar su obra en el contexto cultural y social que la hizo posible. Como bienvenido ejemplo me recordó la importancia que al respecto en España había tenido en los años 30 del XX la presencia en la madrileña Residencia de Estudiantes del grupo que, junto con sus coetáneos en otras disciplinas, tanta y buena huella habían dejado en la música española. Y allí, dentro o fuera de la Residencia pero bajo su famoso eco, aparecían los nombres de Manuel de Falla, y de Gustavo Durán, y de Gustavo Pitaluga, y de Óscar Esplá, y de Eduardo Toldrá, y de Joaquín Nin, y de Federico Mompou, y de Salvador Bacarisse, y de Jesús Guridi, y de Joaquín Rodrigo y de tantos otros cuyos nombres, con razón me decía Gil Ordoñez, merecían contar con la audiencia y el estímulo que en gran medida hasta entonces les había faltado.
Me pareció una iniciativa digna de apoyo y aliento e hice todo lo que mi alcance estaba para dotar de vida propia a la iniciativa que Ángel me presentaba. Pronto tomó como nombre simbólico y sugeridor el de «Post Classical Ensemble» y su primer concierto tuvo lugar en la residencia del embajador de España en Washington el 3 de diciembre del año 2002. Rakela, mi mujer, y yo mismo tomamos buen y máximo cuidado para dotar a la ocasión de la máxima visibilidad y en lo que entonces era todavía la mansión de la calle 16 convocamos a lo más florido de la sociedad local: senadores, empresarios, periodistas, artistas variados y por supuesto un importante número de españoles residentes en Washington. Entre ellos un joven y prometedor «chef» de cocina llamado José Ramón Andrés.
Ilustración: Fuego Fatuo

Lu Tolstova

El programa incluía El amor brujo, de Manuel de Falla, selección que me pareció por demás oportuna dado el origen y el propósito de la iniciativa. Aunque me pareciera extraño que la cantante femenina de la obra no fuera lo que en mi experiencia había siempre sido una soprano sino una cantaora flamenca de nombre Carmen Linares, a la que yo, en mi ignorancia del género, no conocía. No tuve tiempo para discurrir sobre el tema, ocupado de otras urgencias que la función exigía, pero debo confesar el estremecimiento que en mi cuerpo y en mi espíritu produjo la interpretación de la cantaora. Ese era otro «amor brujo», el de verdad, el de sentimientos encontrados y bellezas indescriptibles, el que sin remilgos te recuerda que «lo mismo que el fuego fatuo lo mismito es el querer». Cargado de emoción y casi de lágrimas, y mientras me decía que para el tercio sobraban las sopranos, abracé con fuerza a Gil Ordóñez al final de la pieza y felicitaba con efusión a la cantaora, objeto de una de las más calurosas ovaciones que nunca había visto en una actuación musical. Tuve a mi derecha a Carmen Linares en la cena que ofrecimos tras el concierto y tras reiterar mi emocionado agradecimiento no pude reprimir mi curiosidad. «¿Cómo es posible que al escribir la pieza Falla confiara la parte cantada a una soprano?». Carmen me miró con asombro no exento de amable reproche para contarme la verdadera historia: «Esta es la versión original de Falla. Las de soprano son posteriores. También ellas querían cantar la pieza».
Ángel Gil Ordóñez sigue siendo el director musical del «Post Classical Ensemble» que fundó hace veinte años, y continúa en una labor infatigable que le ha llevado y le lleva por todos los Estados Unidos y por España, en una tarea que merece ser apoyada y aplaudida. Pero además es actualmente el director musical de la Orquesta de la Universidad de Georgetown en Washington y, entre otros menesteres, el principal director invitado del Perspectives Ensemble en Nueva York. Sigue explorando la música española y no deja de volver a la Residencia de Estudiantes siempre que se encuentra de vuelta en Madrid, su patria chica.
Carmen Linares, junto con María Pagés, ha sido reconocida este año de 2022 con el importante premio anual Princesa de Asturias en el terreno de la acción cultural. Me basta con recordar su «amor brujo» de hace veinte años para alegrarme de un reconocimiento largamente debido y esperado. Porque en mi memoria siempre quedará el recuerdo de lo que ella, bajo la dirección de Ángel Gil Ordóñez, nos ofreció el 3 de diciembre de 2002, el día de mi santo patrón, San Francisco Javier, en la residencia del embajador de España en Washington. Y este mío es un querer que, a diferencia del que se parece al fuego fatuo, «no se echa a correr».
  • Javier Rupérez es embajador de España
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