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En primera líneaMartín-Miguel Rubio Esteban

'Trump or the return to America´s roots'

Trump cree en la existencia de la verdad, la instancia relevante de la ciencia y los hechos probados. Tiene, además, en su gabinete a un superdotado, Elon Musk, que se ha manifestado en repetidas ocasiones preocupado por el imparable desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA)

Actualizada 01:30

Los EE.UU. nacieron de la libertad, y sus ciudadanos dejaron tras la Revolución –y muchos ya antes– de ser vasallos de ningún Estado, tampoco del suyo, que tampoco es un Estado a la usanza del europeo, que viene del concepto de Botero. América tiene más que ver con un proyecto corporativo y la aventura de pilgrims que con el objetivo de un Reino o una República con la estructura y los resabios de un Reino, que tienen todas las repúblicas europeas. Los EE.UU. han sido siempre una empresa de emprendedores, emancipados de los viejos reinos de Europa. Las primeras comunidades, después colonias, se constituyeron a partir de compañías anónimas, de ricos filántropos, de sociedades y sectas religiosas, y siempre con iniciativa privada: Jamestown, Plymouth, Salem, Rhode Island, Connecticut –verdadera cuna de la Democracia Americana, con Thomas Hooker–, New Haven, Hartford –la segunda cuna de la libertad americana–, Maryland, Carolina –cuya Constitución fue encomendada a Locke–, Philadelphia, «la ciudad del amor fraternal» y la Santa Experiencia de William Penn, las primeras poblaciones de Georgia, organizadas por ex convictos ingleses a causa de deudas inicuas, etc. Esto es, la iniciativa privada, la filantropía cristiana y los sueños de libertad fueron los cimientos de los EE.UU.

Trump

Lu Tolstova

Cada colonia tenía su Asamblea en donde se aprobaban los impuestos y subsidios, las leyes, y elegían (o sorteaban) los cargos públicos y los representantes ante la Corona o el Parlamento. De este tipo de sociedad acostumbrada a practicar una casi total autonomía, solo podía salir una nación libre. Una doctrina genuinamente americana de la libertad, una verdadera Commonwealth republicana, se fue tejiendo poco a poco en los meeting house de cada pequeña población, en los town meetings, en los pueblos nuevos de las fronteras, junto a las selvas y sus salvajes escalpadores.

Todas las grandes instituciones americanas, como las universidades (Harvard, Yale, Columbia, Princeton, etc.) nacen de la iniciativa privada, y del proselitismo de distintas religiones o ideologías, sin que la Corona inglesa, y luego, el Gobierno americano, pusieran un penique o un dólar. Montesquieu fue el pensador político que más influyó en Thomas Jefferson y Alexander Hamilton, y ello explica el éxito de dos siglos y medio de la Democracia Americana, y el patente fracaso de las revoluciones europeas suscitadas por el espíritu bilioso de Rousseau.

A menudo, en el vibrante discurso de Donald Trump –o sabemos aún quién puede ser su Sorensen, aunque yo creo que en su speech había varias voces–, recordábamos imágenes del despertar de América, del religioso Jonathan Edwards, y de la defensa que el abogado Andrew Hamilton hizo al director del periódico John Peter Zenger. ¡Hace casi trescientos años! La lucha tenaz por el triunfo del sentido común, que nos recuerda a Shaftesbury y su Sensus communis, explícita en el discurso del nuevo presidente, niega el populismo relativista radical –«que cada uno piense lo que quiera, que las elites nos engañan»– que se ha querido ver en la doctrina trumpista. Efectivamente, Trump cree en la existencia de la verdad, la instancia relevante de la ciencia y los hechos probados. Tiene, además, en su gabinete a un superdotado, Elon Musk, que se ha manifestado en repetidas ocasiones preocupado por el imparable desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA), a la que el hombre estará obligado a controlar siempre, y ello supone una garantía para los EE.UU. y el mundo.

El recuerdo apologético del presidente McKinley puede significar dos cosas: por una parte, una intensificación del proteccionismo y los aranceles, lo que quebranta el espíritu de Cobden, «Free Trade, Goodwill and Peace among Nations», que convirtió a los EE.UU. en el más triunfante ejemplo del Capitalismo Universal, una especie de «La Delicia de las Damas» convertida en Nación, y, por la otra, la recuperación del dominio del Continente americano. McKinley fue el presidente que nos echó a los españoles de Cuba. Pero si esa política pasase por la restauración de la Democracia en Venezuela –más que una restauración, una instauración: la vieja democracia carioca estaba corrompida hasta la médula–, y la lucha contra el comunismo empobrecedor y totalitario, bienvenida sea esa recuperación de dominio. Al fin y al cabo, los países pequeños o medianos deben estar integrados en alguna alianza de los hegemones. Hacia 1890, habiendo desaparecido oficialmente la última frontera, algunos norteamericanos empezaron a pensar que el destino manifiesto no había de detenerse forzosamente a orillas de los océanos, y nos miraron a nosotros. McKinley supuso el tiro de gracia para el Imperio Español, que perdió Cuba, Filipinas y Puerto Rico, a buena parte de cuya población le gustaría hoy volver a ser española. McKinley fue el presidente americano que más daño nos ha hecho a los españoles. Esperemos que en esto no le supere Donald Trump, sino que, por el contrario, siga siendo un firme aliado, como lo fuera también el republicano Eisenhower.

  • Martín-Miguel Rubio Esteban es escritor
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