Fundado en 1910
en primera líneaJuan Van-Halen

Madrid, Camelot con rascacielos

Madrid nos llega del lugar de Magerit, nombre árabe que fue transformándose en Majoridum, Mageriacum, Mageridum, Magritum, Matritum hasta ser Madrid. El gran cervantista Pellicer nos cuenta que antes en este solar se asentó el campamento romano Miacum

Hoy escribo de Madrid. No es tema político salvo para Sánchez que escucha la palabra Madrid y se pone de los nervios; identifica Madrid con Ayuso y Almeida, lagarto, lagarto. Pero no va de eso. Escribo con munición de fogueo. Madrid nació, como entre brumas y romances, de aquel castillo famoso del rey moro que cantó Moratín, luego fue aldea, más tarde Villa, y por voluntad de Felipe II sede de la Corte y capital estable del Reino en 1561.

Se cuenta y recuenta otro origen fabuloso de un Madrid remotísimo llamado Ursaria, tierra de osos, animal que conserva en su escudo, que con el paso de la Historia desembocaría en una ciudad moderna, en línea con las grandes capitales europeas, en la que nadie es extraño. El origen de Madrid es literario. Mesonero lo escribió: «una fábula cargada de héroes mitológicos, de fantásticas o místicas apariciones, de hiperbólicas consejas y de gratuitas y cándidas conjeturas».

No pocos célebres cronistas de Madrid como Gonzalo Fernández de Oviedo, Antonio León Pinelo, Jerónimo de la Quintana y Gil González Dávila, apuntalaron los orígenes de Madrid en esas leyendas que descarta Mesonero, dando por cierto que fue fundada diez o más siglos antes que Roma. El fundador sería el príncipe Ocno, hijo del rey Tiber, en homenaje a la adivina Manto, su madre. No faltó quien adjudicase a Madrid un origen griego, incluso que su fundación se debía a Nabucodonosor, rey de Babilonia. Y más fantasías.

madrid ilustración

El Debate (asistido por IA)

Mesonero se ocupó de desmentir estos fabulosos orígenes y consolidó que Madrid nos llega del lugar de Magerit, nombre árabe que fue transformándose en Majoridum, Mageriacum, Mageridum, Magritum, Matritum hasta ser Madrid. El gran cervantista Pellicer nos cuenta que antes en este solar se asentó el campamento romano Miacum.

Con tales historias atrás, Madrid constituye, desde su origen fabuloso, un relevante espacio de ficción. Convertir en literatura ese Madrid mítico, como un Camelot de leyenda al que, con el transcurrir del tiempo, llegarían la vida cosmopolita, los atascos de circulación y los rascacielos, atraería a cualquier escritor. Y así ocurrió y ocurre. Madrid, desde su propia fábula, se amigó de forma natural con las letras.

A través de los siglos Madrid ha sido paisaje y protagonista de la mejor literatura. Por sus callejas deambularon los clásicos del Siglo de Oro. Era posible encontrar en sus figones al cojitranco Quevedo, al contradictorio Lope, al vitriólico Góngora, al galán Villamediana… Un Cervantes niño estudió en la escuela del maestro López de Hoyos. Pasó el tiempo y patearon Madrid Cadalso, el Duque de Rivas, Mesonero, Ramón de la Cruz… Y brilló Larra. Y brillaron Zorrilla, Campoamor, Hartzenbusch. Tantos otros. Nuestras admiraciones desde los libros escolares. Y luego los del 98, los del 27, los del 36, los del 50, los novísimos (que son ya abuelos), los postmodernos, los de la experiencia, los de la línea clara, y los siguientes… Todas las escuelas poéticas. Trapiello habló de los nietos del 98 y ahora podríamos hablar de los nietos de los novísimos.

Madrid creció con la literatura, la pintura y la música como equipajes. Así «Escenas Matritenses», de Mesonero; el «Dos de Mayo», de Galdós; «La busca», de Baroja; «El escritor», de Azorín; «Elucidario de Madrid», de Gómez de la Serna; «Madrid de Corte a checa», de Foxá; «La Colmena», de Cela; «Travesía de Madrid», de Umbral. «La carga de los mamelucos», de Goya; los paisajes luminosos de Beruete o Martínez Novillo; las dos escuelas de Vallecas con Benjamín Palencia, San José y Álvaro Delgado; el mágico retrato urbano de Eduardo Vicente o el realista de Antonio López. «La verbena de la Paloma», con su lenguaje chulapo a veces descreído de sí mismo; «Pongamos que hablo de Madrid», de Sabina, tan rompedora.

Es inabarcable la visión de Madrid como motivo de creación; siempre se quedará corta. Madrid es tanto Madrid que el madrileño, aunque nacido en otro lugar, habla de «los Madriles». Porque Madrid es un todo y sus rincones. Las viejas corralas, el mentidero en las gradas de San Felipe, la Puerta de Alcalá, el Rastro, el mercado de la Cebada, el Buen Retiro… Y sus gentes. Madrid está en los poemas de Carrere, en los artículos de Larra y en las reflexiones de Ortega.

Madrid se ha hecho literatura haciendo historia. Así su heroica resistencia el Dos de Mayo, sus motines, como el de Esquilache, su temor ante la carlistada que llegó a sus puertas, su dolor hambriento de pan negro y lentejas con bicho de la guerra civil. Madrid no se ha dado descanso; a todos recibe como a hijos. Custodia su imán singular. Recuerdo un viaje con Ángel González a una aldea llamada Madrid en Nuevo México, en el camino de Albuquerque a Santa Fe, y cómo el gran poeta, asturiano pero madrileño al fin, se emocionaba ante el desvencijado cartelón, plantado en un paisaje desértico, en el que se leía sólo una palabra: Madrid.

Este Madrid entrañable, el «rompeolas de todas las Españas» de Machado, es acogedor, abierto. Nací y viví años inolvidables en Torrelodones, camino de la sierra de Guadarrama, entre la Torre Vigía y el Canto del Pico, admirando los pinceles de Beruete y de Villaseñor y la pluma de Ricardo León. Con Madrid en el horizonte me crecí en hombre. La memoria es la vida.

Luego llegarían Ayuso, Almeida y Sánchez. Pero esa es otra historia.

Juan Van-Halen es escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando

comentarios

Más de En Primera Línea

tracking

Compartir

Herramientas