Petrus no se refleja en los espejos (Cuento de verano)
Un profesor de la Universidad privada, costosa y católica en la que Petrus había estudiado, sostenía que la vida y la muerte solo son salidas y entradas de un laberinto en el que somos Teseo y al tiempo el Minotauro. Él nunca lo entendió, pero lo hizo suyo
El hombre, llamémosle Petrus, escribía madrigales a su amada, a cuya familia tanto debía. Aunque los versos eran ramplones, a ella le emocionaban; pese a su alto nivel intelectual nunca se interesó por la poesía, esa cursilería en renglones cortos, pero el autor era su amado. Petrus se disfrazaba de sentimental. Lloró cuando entró en la empresa de carambola, lloró cuando le echaron, lloró cuando decidió trabajarse el regreso. Se consideraba errante como todo poeta bueno o malo, y emprendió su reconquista como un Don Pelayo redivivo. Le convencieron sus mejores amigos. Trábalos era el más próximo, con su íntimo Cerdanez, experto en enchufes y conexiones, luego mago financiero, y Toldo, un gigantón con su pasado de probador de colipoterras en un club de alterne, pero buen colega. Ninguno sabía hacer la «o» con un canuto, pero Petrus no buscaba cerebros, sino compañeros de aventura y un coche en el que se hablase de todo para luego no recordar nada. Ya vendrían tiempos mejores. Y vinieron.
Un profesor de la Universidad privada, costosa y católica en la que Petrus había estudiado, sostenía que la vida y la muerte sólo son salidas y entradas de un laberinto en el que somos Teseo y al tiempo el Minotauro. Él nunca lo entendió, pero lo hizo suyo; transformó vida y muerte en triunfo y fracaso. Tras los cambios en la empresa, y ya en su dirección, anheló ascender a las alturas del holding empresarial llamado Expana. Su intención era cambiar su objeto social; le movían su ambición y su egocentrismo. Petrus era de esos hombres que aspiran a salir de la mediocridad en la que, según ellos, la incomprensión de los demás les ha colocado. De esos tipos que están incómodos en su traje y esperan, como los tigres, su momento para saltar. Y el momento llegó.
Petrus, que utilizó trampas para ascender en el organigrama empresarial, no dudó un minuto en engañar a quien fuese para ocupar el pódium del holding Expana. Llegó con trampas siendo el más escuálido accionista que lo conseguía. Y siempre aprovechando los errores de bulto de las dos principales empresas de la competencia, enfrentadas entre sí. Prometió decencia, pero aparcó sus planes para asumir otros que nunca anunció; era un mago de la mentira. Nunca cumplió una promesa. Al principio actuó con cautela. En él la cautela medrosa era su piel. Su cobardía se comentaba. Salía corriendo de cualquier problema y criticaba a los compañeros que daban la cara. Luego se radicalizó, fue agresivo, se desnudó de apariencias. Pensaba con Larra, nombre que le sonaba, que «el espectáculo está dentro del espectador».
Pasaron años, y ya con el holding empresarial a la deriva, su deuda inmensa y sus contradicciones imparables, Petrus llegó a plantearse trocear el holding para sobrevivir; no encontraba resistencia generalizada; la clientela, ciega, parecía vivir en una irrealidad suicida. Ante las bofetadas, Petrus solía poner las mejillas de otros. Sus más íntimos amigos, convertidos en socios, fueron expulsados del paraíso, ya presidiarios o a punto de serlo; Cerdanez creó en la cárcel un club de lectura, qué cosas. Y sus peores enemigos eran las hemerotecas. Con el holding al borde de la quiebra, Petrus ideó otra trampa. Se retiró a meditar al desierto, una concesión bíblica. Los colaboradores, que vivían de él como nunca soñaron, le convencieron. O caían por falta de decisión o no caerían nunca. Le convenía creérselo, aunque lo cierto es que no creía en nada.
La inquietud de Petrus no se disparó hasta aquella tarde en que pasó ante el gran espejo del viejo palacio que acogía los consejos empresariales. Primero pensó que era una ilusión óptica. Volvió a pasar ante el espejo y ocurrió de nuevo. Su cara de niño que nunca ha roto un plato, gracias al maquillaje, no quedaba reflejada en el azogue; tampoco su figura. Nada dijo pues el silencio, llámese huida, fue siempre su gran aliado, pero recordó que no encontrar reflejo en los espejos es prodigio de las brujas o de los fantasmas. Llamó a Marisí y a Yola, sus brujas de cabecera. Quedaron tan sorprendidas como él de ese raro fenómeno. Hasta ellas aparecían en los espejos. Pero ninguno de los tres conocía a un fantasma, salvo que el propio Petrus lo fuese.
Los espejos continúan huérfanos de su figura y los tigres borgianos que habitan los espejos y que Petrus pertinazmente requiere para pactar su regreso a la normalidad, no aparecen. El fenómeno de que nuestro hombre no se refleje en el azogue resulta lógicamente inexplicable. Tan inexplicable, al menos, como la permanencia del propio Petrus al frente del holding Expana, demostrada ya su pésima gestión. Pero es sabido que los gafes, y sus discrepantes aventuran que él lo es, no se ven afectados por su propio mal fario. Y ahora nadie aventura lo que durará el prodigio.
Tampoco su maestro, el falaz millonetis Zalamero, encuentra explicación. Ni Panduro, el amigo venezolano; sólo le aconseja cómo ganar elecciones perdiéndolas. Pero Petrus ya lo sabe. A él lo que le flipan son las fotos. Desplaza en algunas de ellas al mismísimo presidente de honor del holding Expana, al que aguanta, pero planea su alejamiento. Piensa que no aparecer en las fotos es grave, pero no reflejarse en los espejos es gravísimo. La literatura recoge fantasmas bondadosos y malvados. Pasa el tiempo y Petrus sigue buscándose en los espejos, pero ellos excluyen a los fantasmas y más si son malvados.
Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando