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25 de abril de 2024

TribunaCarlos Abella

48 años del asesinato del presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco

Los que admiraban la «hazaña» de los etarras, comprobaron que ETA seguía matando en democracia, desautorizando así que su objetivo de matar a Carrero era hacer caer la herencia del franquismo y favorecer la implantación de la democracia

Actualizada 03:21

Hoy, 20 de diciembre, se cumplen cuarenta y ocho años de la muerte del presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco, asesinado por la organización terrorista ETA. Es un magnicidio más de los varios que registra la historia de España, y aunque ha costado que algunos lo aceptaran, Carrero Blanco es una de las ochocientas víctimas de ETA no solo por el hecho material, sino desde el hecho moral de ser reconocido como tal a efectos de reconocimiento, aunque sea póstumo. Costó que fuera considerada víctima porque ya sabemos la escasa empatía que su figura despertaba en el antifranquismo y la izquierda, que consideraba una hazaña de los terroristas de ETA su asesinato y un hecho de enorme trascendencia política para el fin de la dictadura.
Recuerdo el debate público que suscitó si merecía ser una víctima a los efectos de las disposiciones legales establecidas por la Ley 32 /1999 –aprobado a propuesta del Gobierno del presidente José María Aznar, que en su exposición de motivos dice claramente: «Mediante la presente Ley, la sociedad española rinde tributo de honor a cuantos han sufrido la violencia terrorista. Los Grupos Parlamentarios del Congreso de los Diputados y del Senado –por unanimidad– quieren hacer de esta iniciativa una expresión de reconocimiento y solidaridad en orden a ofrecer a las víctimas del terrorismo la manifestación de profundo homenaje que, sin duda, merece su sacrificio».
Traigo a esta efeméride su figura en pleno debate sobre la progresiva humillación que desde las instancias oficiales del Gobierno y de sus aliados se hace de las víctimas de ETA, acusadas ya sin disimulo de ser incapaces del perdón, del olvido y de la superación del horror que supone la pérdida de un ser humano, que deja esposa, hijos, padres, sumidos para siempre en el desgarro interior de una vida rota. En su asquerosa diferenciación de asesinatos de buenos y de malos y de víctimas, que si lo eran y de –en su opinión- verdugos que la merecían, la sociedad española ha asistido a un muy poco edificante ejemplo de cómo abordar el dolor de las víctimas, y ha tenido que sufrir la miserable equidistancia de representantes de la Iglesia, incapaces de oficiar una misa en recuerdo y homenaje a un guardia civil asesinado o la manifestación de engorro que suponía que cuando se estaba negociando con ETA, ésta siguiera cometiendo asesinatos, hecho no tan lejano en el tiempo. Y aún más cercano está el increíble escenario de que quienes planificaron y ejecutaron atentados sean hoy aliados políticos de quienes, también, los sufrieron en aras de la superación del dolor y del perdón. Los beneficiarios de este arreglo contra natura esgrimen el perdón y el olvido, porque –aducen- ¡qué rencorosas son las víctimas! y al igual que cuando asesinaban a un «fascista» –según ellos– estaba justificado, también está justificado el no perdonar a quienes tuvieron responsabilidades de Gobierno en España, –hasta hace poco, hasta 1975– y ya animados ante el silencio de los contrarios hasta 1982, cinco años después de la muerte de Franco.
La «hazaña» de ETA de matar a Carrero Blanco, según la izquierda rencorosa por naturaleza, consistió en que a Carrero Blanco le sucedió otro duro, Carlos Arias, y el régimen aguantó ya solo unos cuantos meses más, porque al frente del Estado estaba ya el Rey Juan Carlos que no cumplió las expectativas sucesorias de Franco –«después de mí las instituciones»– y que en solo unos meses procedió, con el apoyo y ayuda de un nuevo presidente del Gobierno, de otros muchos españoles de bien, y del pueblo español, a ir deshaciendo el entramado institucional del «franquismo». Y los que admiraban la «hazaña» de los etarras, comprobaron que ETA seguía matando en democracia, desautorizando así que su objetivo de matar a Carrero era hacer caer la herencia del franquismo y favorecer la implantación de la democracia. Imperdonable lectura de lo que fue ETA, que pagamos hoy.
Hoy, cuarenta y ocho años después, evoco que el 20 de diciembre de 1973 nevaba mucho en Helsinki –donde yo estaba disfrutando de una beca de la Cámara de Comercio de Madrid- y que regresando a mi casa frente al parque dedicado a Sibelius, desde la estación central diseñada por Saarinen, por la avenida Mannerheimintie, me detuve en una tienda de electrodomésticos porque en todos los aparatos de televisión se proyectaban imágenes de Madrid, y los corresponsales narraban micrófono en mano algo que había ocurrido esa mañana en mi ciudad, cuyo nombre aparecía en los subtítulos. No oía ni entendía lo que decían pero me bastó la imagen de los coches de policía –aquellos SEAT alargados–, las carreras de los grises y la cara de preocupación de los ministros que aparecían para deducir la trascendencia de la noticia que la amable y bella dependienta me reveló inmediatamente en inglés. «El primer ministro de España asesinado». 
Carlos Abella es escritor
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