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29 de marzo de 2024

TribunaÁlvaro de Diego

Promesas precipitadas

La misma decisión de vestirse con la tela y la cuerda propias de un espantapájaros pudo venir dictada por el azar y la impaciencia. Y, sin embargo, apenas diez años más tarde constituía el uniforme de cinco mil hombres.

Actualizada 10:58

Esquivaré la dedicatoria de Jardiel Poncela en La tournée de Dios. A mí quien siempre me ha caído simpático es San Francisco de Asís, el santo que, ávido de popularidad en su juventud, imitó a los juglares y casi reprodujo las alegres piruetas del bufón. «El pobrecillo de Asís» se llamaba Juan y recibió su apodo, «el francesito», de su afición a seguir las costumbres de los trovadores provenzales. Cautivado por la alegría, que diría luego C.S. Lewis, emprendió las más inesperadas acciones.
Fue, sin duda, un humorista en la vieja acepción anglosajona de la palabra: el hombre que siempre está de humor y toma decisiones extravagantes que nadie está dispuesto a acometer… quizá porque resultan incomprensibles. Aquel santo, antes de conversar con los pájaros, los había tenido en la cabeza. Antes de hablar con el lobo había pensado en las musarañas. Con inconsciente generosidad, lo mismo se unía a las huestes que luchaban contra Perusa que se tiraba del caballo para abrazar a un leproso. Su primera acción de caridad, repartir mantas entre los pobres, había corrido a cuenta de la generosidad de su padre, un comerciante de telas que al ver su taller esquilmado puso a su vástago bajo llave. La decisión más importante de su existencia la tomó abriendo al azar los Evangelios por tres partes distintas.
Según Chesterton, pocos han empeñado su palabra aparentemente tan a la ligera como lo hizo Francisco: «A nadie han asustado menos sus propias promesas; toda su vida fue un admirable despliegue de votos irreflexivos, de promesas precipitadas que salieron bien». La misma decisión de vestirse con la tela y la cuerda propias de un espantapájaros pudo venir dictada por el azar y la impaciencia. Y, sin embargo, apenas diez años más tarde constituía el uniforme de cinco mil hombres. Un siglo después sería de arpillera el sudario elegido por Dante.
En nuestros días, también una de esas promesas ha cambiado la vida de un hombre. Cerca de Guadalupe, a una media hora por carretera, se encuentra Castañar de Ibor. Esta pequeña localidad de Cáceres fue fundada en el siglo XV cuando, a consecuencia de una plaga, sus habitantes tuvieron que abandonar la aldea de La Avellaneda. Salieron, como por allí se comenta, «a escape», de lo profundo del valle hasta el lomo del Camorro. Se llevaron con ellos al Cristo de la iglesia. Pero cada mes de mayo regresan en procesión a La Avellaneda, que se conserva como una foto del pasado gracias al tesón de los castañeros.
Castañar es un pueblo que puede considerarse franciscano. No es solo que sea habitual ver a los jabalíes cruzando con desparpajo la calzada. Una alegre despreocupación caracteriza a sus gentes. Como si de otro tiempo se tratase, sus casas permanecen siempre abiertas y apenas nadie toca a sus puertas: directamente, se entra. La mayor parte de sus oriundos son «tíos» o «primos». Y al encuentro con el forastero resulta habitual un «y tú, ¿de quién eres?». El particular gracejo local concede significativos nombres a las cosas. De la próxima Augustóbriga, que fue sepultada por las aguas del Tajo en el embalse de Valdecañas, sobrevive el pórtico de un templo romano. Los locales lo refieren como «Los mármoles». Lo intrincado, estrecho y escarpado de sus calles descubre conductores de pericia extraordinaria. Pasar por la autoescuela local no sería mala experiencia para los futuros astronautas que viajen a Marte.
El último castañero en el que ha reparado la prensa se llama Álvaro Serrano. Nacido en 1986, Álvaro es un ingeniero aeronáutico que hasta hace poco disfrutaba de un excelente sueldo en Iberia. Recientemente, se presentó a un concurso en el que regalaban un coche. Debía encestar desde el centro de una cancha de baloncesto. Todos sonrieron cuando le observaron lanzar la bola «a cucharón». Él antes había mirado hacia arriba y se había dicho muy adentro: «Señor, yo no sé si tú quieres que yo sea o no sacerdote, pero si la encesto me hago cura». La bola entró limpiamente en la canasta, por primera vez en los cuatro años de concurso. Otra promesa precipitada salía bien. A las historias de amor no hay que tenerles miedo.
  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo
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