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tribunaMiguel Aranguren

La Noche de los Cristales Rotos

He leído una sola vez la carta que el presidente del Gobierno de la Nación dirigió a los españoles pero publicó en una red privada, con la cobardía propia de quien lanza piedras desde el otro lado de la valla, es decir, desde su búnker de la Moncloa

Actualizada 01:30

Perdonar les hizo libres. Mucho más libres que depositar su voto en una urna (lo que no deja de ser un compromiso administrativo que no obliga a su cumplimiento). Y perdonaron porque les dio la gana, porque entendieron que había llegado la hora de poner punto y final a la colección de agravios del todos contra todos. Perdonaron, incluso, con la conciencia de que ese perdón iba a beneficiar a quienes fueron responsables del asesinato de familiares y amigos. Y no hablo de bandos, que todos tuvieron su ración de muertos hasta el empacho. Hablo de los caídos porque se quedaron atrapados en su ciudad, en su pueblo, en su provincia a cuenta de la línea que trazaron los bandos. Hablo también de los ajusticiados sin justicia. Hablo de aquellos que antes de recibir el tiro de gracia sufrieron toda clase de torturas (físicas y morales). «Ni perdono ni olvido», proclamaron muchos al tener noticia de la fatal crueldad, pero lo corrigieron con un «Perdono y olvido», consciente y con todas las consecuencias, el mismo día que murió el franquismo. Y quienes perdonaron y olvidaron fueron de ambos bandos. No todos, pero sí la mayoría. Y nos enseñaron –o eso creyeron– que no hay nada tan valioso como la paz, garantía de la sana convivencia entre quienes piensan distinto, entre quienes viven según criterios particulares, entre quienes no piden información sobre la afiliación política ni sobre la insignia de la papeleta para, al menos, compartir una amable vecindad.

Mis abuelos perdonaron. Perdonaron los de la mayoría de los lectores de El Debate. Pasaron página, incluso aceptando por el bien común que unos maquillaran la historia de aquellos sucesos trágicos. Fueron un tanto ilusos, pues enseguida hubo, entre los caciques de la izquierda, quienes falsificaron el relato de los hechos en una efectiva labor de zapa que les hizo dueños de la enseñanza escolar y de cada uno de los dedos de la mano de la cultura mientras el resto, como mucho, protestábamos del engaño a quienes, pecando de candidez, rubricaron un punto final al odio y la revancha.

Me embarga una mezcolanza de sentimientos ante lo que está ocurriendo en España, y son todos negativos. He leído una sola vez la carta que el presidente del Gobierno de la Nación dirigió a los españoles pero publicó en una red privada, con la cobardía propia de quien lanza piedras desde el otro lado de la valla, es decir, desde su búnker de la Moncloa. Piedras venenosas contra los jueces, piedras venenosas contra los periodistas, piedras venenosas contra todos aquellos que hacemos una escritura crítica de sus desatinos. En vez de dedicarse al servicio público, lo ha violado para convertirlo en su propio y constante beneficio.

¿Qué se cree este tipejo que es la representación del pueblo? ¿Por quién nos toma a los españoles? ¿De qué va este mesías de pacotilla?... Retuerce la realidad hermosísima del amor para blindar, ante la opinión pública, la legítima investigación de jueces y medios de comunicación a los abusos de poder de la rubia que tiene a su lado. Y después vomita y vomita (hasta catorce veces, que hay que ver lo poco ocurrente de su pataleta impostada) los mismos insultos para todos, y tergiversa a Umberto Eco, quien tiene que estar a punto de abandonar su tumba para darle un puntapié en sálvese la parte, porque el fango del que habló el italiano era una metáfora de la difamación, rasgo propio de Sánchez y sus adláteres, que acusan de fascista a todo aquel que levanta la punta de la alfombra bajo la que se esconden los Koldos, porteros de puticlub que amenazaban a aquellos compañeros de partido que, desde su cargo de representación pública, se negaron a jugar con la vida de los ciudadanos aunque hubiese rifa de mordidas, porque en el PSOE queda algún que otro servidor público.

Perdonar hizo libres a nuestros mayores. Polarizar (qué corto se me queda el verbo) a los ciudadanos a beneficio de causa nos hace víctimas de la más peligrosa de las tácticas políticas, pues el odio es una tea encendida en manos de radicales, una pistola –cargada por los secuaces de la banda de Ferraz– entregada al uso irresponsable de los exaltados.

Pedro Sánchez es un matón de billar, un chulo de callejón, un tahúr que no tiene inconveniente en chuparnos hasta la última gota de nuestra sangre después de habernos cosido en la manga la estrella amarilla que nos acusa de derechistas a ultraderechistas. Sus cinco días de puente han supuesto su particular Noche de los Cristales Rotos, el banderazo de salida para acabar con todo aquel que pretenda soplarle en su mandíbula apretada.

  • Miguel Aranguren es escritor
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