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Marcelo Wio

La mentira como retrato

Llenar de cháchara y ruido y división el éter para, en la realidad, colonizar las instituciones; y convertir la Justicia en una extensión del capricho totalitario y la impunidad que pretende

Actualizada 09:54

Repetir la mentira. Y luego cambiarla; por su opuesto, mejor que mejor. Y luego por otra. Y otra. Para no permitir que lo contrario de lo dicho sea medida siquiera tenue de lo cierto. Devaluar ya no solo la verdad, sino la palabra en sí. Y en medio de los pronunciamientos insaciables de fabricaciones, de autoelogios y obscenas coreografías verbales de egocentrismo, hacer. Es decir, intercalar los beneficios; la alevosía disimulada entre tanta degradación de los valores.

Llenar de cháchara y ruido y división el éter para, en la realidad, colonizar las instituciones; y convertir la Justicia en una extensión del capricho totalitario y la impunidad que pretende. La inversión del genio de la lámpara, que se decía que salía envuelto en una nube o en humo o vaya uno a saber qué mezcla de gases visible, para conceder un número breve de deseos: envuelto en el vapor de las palabras, sale el líder de tanto en tanto a concederse gracias, perdones en forma de centrífugas acusaciones y alguna que otra promesa vacía.

Una mentira, suele decirse, intenta ocultar alguna característica, algún fin, de quien la pronuncia. Pero en este caso, tanto embuste, y tanta fatuidad; tanto verbo correoso, maleable, tanta puesta en escena, tanta chabacanería, y tantas otras indignidades, terminan, acaso paradójicamente, por retratar cabalmente al usuario de tales artimañas vulgares. Casi como un tratado de un descenso a lo primordial del autócrata; de un delirio de amor consigo mismo.

Pero, hay muchos postulantes a creyente. De la impostura. Del circo con afán de seriedad, de rúbrica moral. Ya sea por conveniencia. O por moda. Por estupidez. O porque toca algún botón emocional íntimo del seguidor vocacional. Porque el halo de vanguardia política, humana, intelectual, que actúa como humo suplementario, permite no solo una sensación de calorcito autocomplaciente, sino la exención para ejercer el prejuicio y el odio al que, oportunamente, se considere un obstáculo en la llegada de la panacea ansiada.

Y porque, creer, en este sentido, en una manera de no ver creyendo ver más allá. Situarse por encima de los «no iniciados», de los que deambulan por la superficie mientras ellos vuelan elevadas por las nubes de mentiras.

Mentiras que, a fin de cuentas, no hacen, sino que servir de vara para dividir a propios (quienes asienten, acatan) de ajenos (quienes dudan, descreen o denuncian). Eso y reescribir la historia y el presente de manera que justifique, como un destino manifiesto, la incontestabilidad del partido, del líder que lo encarna como un mesías político.

Una vez en este punto, parece haberse alcanzado un punto de no retorno para los crédulos: aplicar de pronto el escepticismo puede, con un alto grado de probabilidad, volverse contra sí mismo: ¿Quiénes son ellos sin ese masaje emotivo que le brindaba la mentira y su entorno? ¿Cómo creyeron esa fanfarronería vestida de altruismo? ¿Cómo no vieron lo que estaba a la vista? Es más fácil seguir creyendo. Después de todo, la invariable pobreza a la que esa estafa conduce va a llegar más pronto que tarde, y más vale estar del lado de los beneficiarios de las ayudas, planes y demás estupefacientes sociales que todo populismo pone en marcha como método de persuasión para sostenerse.

La mentira, entonces, no sea acaso un mero recurso, sino el «programa político» mismo. La mentira dice, a pesar suyo, la verdad. Por eso mismo, hacen falta «creyentes» en lugar de votantes. Es decir, por ello hacen falta chivos expiatorios, enemigos (internos y/o externos).

Después de todo, explicaba Dragoş Dragoman (Could Speaking for the People Often Mean Lying to the People? Populism and the Problem of Truth) que «lo específico del populismo es la lucha contra las élites de poder…, la apelación al ‘pueblo puro’ contra las ‘élites corruptas’, y su autoproclamada misión de proteger al pueblo de esas élites, eliminando todas las instituciones democráticas liberales intermedias que median en la representación y hablando directamente en nombre del pueblo. Así, los populistas pretenden de manera persistente promover la democracia directa y canalizar el descontento social contra unas élites a las que describen como hostiles al común de la gente».

Y añadía, precisamente, que «es el propio mecanismo de hablar en nombre del pueblo el que plantea la cuestión moral de cómo se imaginan los populistas al pueblo y cuánto valora el pueblo a los propios populistas». O, puesto de otra manera, cómo quieren los populistas a sus seguidores y cómo estos terminan por interpretar el papel.

La mentira retrata. Al falsario, sí; pero también a quienes deciden tolerarla y, peor aún, abrazarla.

  • Marcelo Wio es director asociado de ReVista de Medio Oriente
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