El Islam: un proyecto global a combatir
Meter en nuestra casa cada año a decenas de miles de extranjeros incompatibles y antagónicos con nuestra forma de vida, de pensar, de vivir en sociedad, que pretenden imponerse pero no adaptarse, y regularizarlos para después nacionalizarlos con la excusa de la humanidad, de que «vienen a brillar», de la inclusión, de la diversidad a toda costa, y de sus votos futuros agradecidos, es empujarnos a un declive seguro
Hasta ahora en la sociedad española sufrimos principalmente la insoportable delincuencia de no pocos magrebíes, y su insolidaridad laboral con el país al que voluntariamente llegan cuando huyen de los suyos, pero donde tampoco parecen estar satisfechos. Hay muchos de entre nosotros —ingenuos engañados y bien pensantes— que están dispuestos a admitir a todo aquél que venga a trabajar, ignorando que detrás de esos flujos migratorios masivos, descontrolados y crecientes de nuevos pobladores antagónicos, se encuentra el trabajo proactivo durante décadas de potencias extranjeras arabo-musulmanas y organizaciones islamistas con ingentes recursos e influencia.
Su proselitismo fundamentalista —que pretende su imposición y la ruptura con las sociedades occidentales— no va sólo dirigido a sus propios fieles: mezquitas salafistas y sus imanes radicales, centros islámicos, escuelas coránicas, internet, o un complejísimo y muy nutrido entramado de organizaciones religiosas, culturales, caritativas, supuestamente integradoras, o valedoras de sus derechos hipotéticamente vulnerados.
Ese proselitismo va también dirigido hacia nosotros mismos: los infieles occidentales en nuestros países y sociedades libres y democráticas (ellos son teocráticos), para modelar nuestro pensamiento, ocultar sus fechorías, blanquear su expansión e imposición, apelar a la libertad religiosa bajo cualquier pretexto —aunque ellos la repudien—, a sus derechos aparentemente vulnerados, al racismo, la discriminación o la islamofobia. Mientras pretendamos combatir con nuestras armas legales y democráticas su lento, pero difícilmente reversible socavamiento de nuestras sociedades libres, ellos seguirán aprovechándose en su favor de esas leyes que nos dimos cuando éramos sociedades homogéneas y todos remábamos hacia un mismo objetivo común. Esas leyes garantistas se han quedado obsoletas porque nuestra sociedad es muy diferente, y ahora permiten nuestro socavamiento desde dentro por parte de nuevos pobladores subversivos en número creciente, algo que no imaginábamos cuando nos las dimos.
La delincuencia que se ha impuesto en nuestras calles y que impide a mujeres, a jóvenes y ancianos, a adultos y, en definitiva, a todos discurrir tranquilamente por nuestras calles como antaño, es una primera arma para desestabilizarnos socialmente. Sin embargo, nuestras autoridades niegan esa inseguridad, la encubren o nos persiguen por denunciarlo. La segunda arma desestabilizadora es la económica: numerosas ayudas y beneficios sociales sin contribuir equitativamente, que colapsan los servicios públicos mientras cada día el trabajador medio paga más impuestos. La demografía es vital: tanto por su mayor descendencia, como por los flujos masivos e incontrolados de personas que no hablan nuestro idioma, y que muchas veces no lo aprenden como para formarse después y buscar trabajo. La grandísima mayoría de ellos llegan sin una formación, conocimientos o experiencia cualificada, mientras que nuestras sociedades europeas avanzaban hacia esa especialización laboral para competir exitosa y globalmente. Gracias a esa cualificación, el trabajador recibe un sueldo mayor, pero también contribuye en mayor medida a las cargas públicas, mientras que los empleos que carecen de ella han de complementarse con ayudas y subsidios, sobre todo en el caso de familias numerosas con varios hijos. De entre sus descendientes en países de nuestro entorno con mayor tradición de acogida de inmigrantes musulmanes, no pocos de ellos se muestran abiertamente desafectos y hostiles con los propios países infieles occidentales en los que han nacido. Ostentan su nacionalidad sólo para beneficiarse de un pasaporte privilegiado, pero rechazan todo cuanto suponga Occidente y nuestra civilización. Pertenecen a la ummah, y añoran los países de los que sus progenitores o abuelos huyeron. Los más descreídos de los desarrapados que ahora llegan a nuestras costas ni siquiera son religiosos, pero igualmente nos repudian. Disturbios, caos y un desorden desconocido hasta hace poco, se suceden en países de nuestro entorno —y en el nuestro— ante nuestra empecinada ceguera: quema de contendores, de coches particulares, de comercios, destrozo de mobiliario urbano, violentos enfrentamientos contra la policía, … algo impensable para nosotros hace 10 o 15 años. Así ocurre paulatinamente para debilitarnos: la degradación de nuestros barrios y ciudades, y la lenta destrucción de nuestras sociedades libres, desarrolladas, cívicas y pacíficas bajo el imperio de la ley.
Mucha población está harta, aunque tememos pronunciarnos abiertamente. Algo tiene que haber detrás que explique por qué nuestros políticos nacionales y europeos continúan permitiendo, fomentando o encubriendo nuestra degradación. En mi libro describo con todo lujo de detalles la financiación y proselitismo de aquellas potencias arabo-musulmanas como Arabia Saudí y Qatar (aunque no sólo: también Turquía y los países del Magreb), y la infiltración en nuestras instituciones, universidades, etc … de organizaciones pan-islamistas como los Hermanos Musulmanes. En otro artículo ya expliqué cómo, para muchas fuerzas populistas de izquierda, esta nueva población voluntariamente marginal y segregada del resto de la sociedad, supone una fuerte cantera de votos futuros, a pesar del daño que están haciendo a nuestra convivencia. Ello explica la complicidad de esa izquierda con aquellos estados enemigos (aunque socios comerciales, pues nos proveen de gas y petróleo) en su objetivo de ocultar la realidad, de acallarnos, insultarnos, cancelarnos y perseguirnos instrumentalizando y magnificando supuestos delitos de odio según su conveniencia política.
Meter en nuestra casa cada año a decenas de miles de extranjeros incompatibles y antagónicos con nuestra forma de vida, de pensar, de vivir en sociedad, que pretenden imponerse pero no adaptarse, y regularizarlos para después nacionalizarlos con la excusa de la humanidad, de que «vienen a brillar», de la inclusión, de la diversidad a toda costa, y de sus votos futuros agradecidos, es empujarnos a un declive seguro, a nuestra falta de competitividad en un mercado global despiadado, a crecientes conflictos sociales, y a una mayor polarización de nuestras sociedades otrora homogéneas y fuertes.
¿Qué posición privilegiada ostentan algunos de esos vecinos chantajistas de mayoría musulmana como para seguir enviándonos impunemente a miles de delincuentes y expresidiarios indultados, a decenas de miles de sus menores rebeldes a quienes mantenemos, a un número aún mayor de adultos y sus familias cuyas vidas subvencionamos, a marginales desafectos que no contribuyen sino que sólo restan? ¿Qué consecuencias tuvieron los casos Qatargate y Marocgate en el Parlamento Europeo? Prácticamente ninguna.
Es necesaria una política preventiva, osada e imaginativa que revierta la situación en la que nos encontramos por culpa de la incapacidad y los intereses propios de nuestros políticos. Debemos retomar las riendas de nuestra sociedad y erradicar de ella a los elementos ajenos e insidiosos que nos destruyen desde dentro. Ningún derecho fundamental, humano o internacional puede esgrimirse si es que, en realidad, está sirviendo para socavar nuestra sociedad y país, nuestra convivencia pacífica, y nuestro necesario desarrollo.
Alejandro Espinosa Solana es autor del libro: Hacia un Europa Islamizada