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TribunaJuan Alfredo Obarrio Moreno

Creonte visita a Pedro Sánchez

El progreso, el feminismo y la regeneración política serían sus señas de identidad. Escuchándole parecía que venía a instalar el Paraíso en la Tierra. Pero, como Creonte, esa supuesta coherencia duró hasta que tomó el poder

Los clásicos siempre nos analizan, nos descubren, nos enseñan. La Antígona de Sócrates es una de esas grandes tragedias que nos indican que no podemos vivir de espaldas a una cultura que «siempre está hablando de nosotros mismos, los hombres actuales, porque nosotros estamos hechos de pasado, el cual seguimos siendo» (Ortega).

Un buen ejemplo lo hallamos en la figura del Creonte, quien, antes de convertirse en el arquetipo de tirano, supo plantear un decálogo de principios que todos suscribiríamos. Me permito traer la versión de Jean Cocteau. Su Creonte no duda en sostener: «censuro a quien gobierna sin cuidarse de la opinión de los demás. Censuro también al jefe capaz de sacrificar la masa a los intereses de un solo individuo. Jamás adularé a mi adversario. Un príncipe justo carece de amigos. Éstos son mis principios». Nada que objetar. Todo lo contrario.

Siglos después, la voz de Creonte sonó con firmeza en la moción de censura presentada por el PSOE. Su estandarte fue Ábalos, político de intachable conducta política y de reputada moralidad franciscana, como bien saben en Teruel. Ante un inerte Rajoy, enarboló la heroica bandera de la eticidad. Con la misma pasión que mostró Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó, sostuvo: «La decencia debe ser algo esencial, no accesorio, algunos se aferran a la vida política». No puso a Dios por testigo. Es cierto. En su lugar situó a su partido, lo que demuestra el profundo desconocimiento sobre su historia, la que él, y su jefe, han contribuido a emborronar.

En la bancada aguardaba un joven candidato a futuro presidente. Sus múltiples tentáculos mediáticos no se cansaban de propagar que Sánchez venía a aportar un aire nuevo a la vieja política española. Alardeaba de que, en su acción de gobierno, no tendría cabida la corrupción, las puertas giratorias, el nepotismo, los pactos con nefandos separatistas y podemitas, ni la intromisión en la judicatura o en los medios de comunicación. El progreso, el feminismo y la regeneración política serían sus señas de identidad. Escuchándole parecía que venía a instalar el Paraíso en la Tierra. Pero, como Creonte, esa supuesta coherencia duró hasta que tomó el poder. A partir de ese instante, en el tablero político se iniciaba una nueva partida de ajedrez, cuyos derroteros nos iban a helar el corazón. Como en los momentos más trágicos de nuestra historia, no existían ni reglas ni principios ni verdades que respetar, lo que propició que la política se convirtiera en «tumultuosa, candente, convulsiva, oliendo a pólvora y a motín» (Pereda); lugar propicio para que los truhanes de salón escondan, bajo la manga, todos los ases con los que ganar la partida.

Una vez más, la literatura sale a nuestro encuentro. Shakespeare pone en los labios de Ricardo II una verdad incuestionable: «Rey eres, si obras rectamente». La idea de que se es un buen gobernante si se actúa conforme a la dignidad del cargo nunca estuvo en el imaginario de este funambulista llamado Pedro Sánchez. Los hechos lo demuestran: genuflexa supeditación a los golpistas, incumplimiento de toda promesa, hostilidad implacable con los medios y jueces independientes, galopante corrupción política. El resultado: una ruindad inconstitucional que imposibilita todo diálogo y acercamiento.

Se preguntaba Albert Camus: ¿Qué es un hombre rebelde? «Un hombre que dice no. Pero si se niega, no renuncia». Es hora de no renunciar. Es hora de gritar ¡Basta! Basta de tanta mentira. Basta de tanta corrupción. Basta de tanto nepotismo. Basta de injerir en la judicatura. Basta de manipular la historia. Sí, ha llegado la hora de exigir que un gobierno corrupto convoque elecciones. No nos han dejado otra opción.

Lo reconozco: los tormentosos sucesos a los que estamos asistiendo nos impiden guardar silencio. Tenemos que ser conscientes, con Montaigne, que «el fuego prospera con asistencia del frío», con el frío de nuestro silencio, tan culpable como innoble. Debemos asumir que los tiempos no pueden ser más importantes que los hombres (Balzac), porque estos los forjamos nosotros, con nuestras acciones u omisiones, con nuestra valentía o cobardía. Asumamos esta verdad y tomemos la palabra para exigir que no sea demolido el Estado de derecho. Su arrogancia nos sitúa ante una prueba que exige de nosotros un espíritu nada acomodaticio, lo que nos obliga a actuar en conciencia para desenmascarar una forma de entender la política que atenta contra la concordia y el bien común; nos exige recriminar a quien, para ocultar sus miserias familiares y la corrupción endémica de su partido, acude a la historia para distorsionarla en beneficio propio, hechos que nos llevan a recordar las palabras, siempre vigentes, de ese gran poeta que fue J. R. Jiménez, quien escribió una verdad tan actual como imperecedera: «los sucesos de España son un insulto, una rebelión contra la inteligencia».

Ante este desolador panorama, nos cabe el consuelo de leer, en el canto del coro de Antígona: «Desterrado sea aquel que, debido a su osadía, se da a lo que no está bien. ¡Que no llegue a sentarse junto a mi hogar ni participe en mis pensamientos quien haga esto!». Dicho queda.

Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho romano

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