Títulos universitarios y política
Es evidente que un gestor público no puede ser el «hombre del Renacimiento», pero, al menos, debe tener la honestidad de reconocerlo y para suplir sus carencias, debe rodearse de los mejores en el tema que le toca gestionar
Cayó recientemente en mis manos la biografía de Jaime Carner, ministro de Hacienda en 1932, a quien Azaña incorporó a su gabinete como gesto de reconciliación con ERC. Sin embargo, su mandato no estuvo marcado por su filiación ideológica, sino por su eficacia en la gestión. Aprobó el «presupuesto de liquidación de deudas y de saneamiento de la Hacienda», sin causar colapso alguno en los bolsillos de los españoles. Este administrador principal de las finanzas del país acometió en paralelo una importante reforma del IRPF, cuyos fundamentos de progresividad aún hoy perviven.
Lo que demuestra esta figura es que cuando un político tiene formación, experiencia y una clara conciencia de servicio, los resultados son positivos. Más allá de ideologías, la preparación y el compromiso marcan la diferencia.
Vivimos tiempos en los que la política parece haberse despojado de esa conciencia de exigencia. Nuestra democracia representativa implica que diputados y senadores toman decisiones en nombre de los ciudadanos durante cuatro años. En ese tiempo, no hay posibilidad de revocación, fiscalización efectiva, ni corrección del rumbo, salvo en contadísimas ocasiones. ¿Qué empresa se permitiría entregar el control absoluto a sus administradores sin exigirles experiencia, responsabilidad y resultados? Esto no es una caricatura, es lamentablemente una imagen bastante ajustada a la realidad institucional, pues mientras a un CEO se le destituye por contravenir el código ético de la empresa, en España el político parece conservar el derecho de pernada.
Este divorcio entre responsabilidad privada y el poder alimenta la desafección ciudadana con el digno ejercicio del servicio público, pues la confianza –en la política y en la economía– es decisiva en el proceso de toma de decisiones. Salvo honrosas excepciones, los políticos cada vez sirven menos a los intereses públicos, mientras hacen un uso interesado de su posición para mejorar su estatus, que sus méritos profesionales no les permiten alcanzar. Cuando quienes nos representan no están a la altura, el tejido social se resiente.
El debate sobre si las titulaciones universitarias son o no necesarias para el acceso a la política, es un capítulo aparte. Aunque, algo tendrá el agua cuando se la bendice. Si algunos representantes políticos mienten impunemente engordando sus curricula, quizás es que la denostada «titulitis» española todavía da caché, no en vano los conocimientos teóricos demostrados, al menos suplen la falta de experiencia laboral.
Lo cierto es que, sin bagaje profesional, con nula experiencia personal, sin conocimientos teóricos (con o sin título oficial), sin una formación ética sólida y con un sistema en el que los actos no tienen consecuencias, es muy difícil que el español medio recupere la confianza en quienes nos representan.
Es evidente que un gestor público no puede ser el «hombre del Renacimiento», pero, al menos, debe tener la honestidad de reconocerlo y para suplir sus carencias, debe rodearse de los mejores en el tema que le toca gestionar. Porque la política no es ni una ONG, ni mucho menos el refugio de quienes con gran pericia adulan al jefe que, absorto por los cantos de sirena del «pelotari» de turno le asciende hasta el olimpo.
Quienes con sus acciones demuestran un servilismo patológico, muchas veces escalan posiciones, porque los códigos de conducta, muy exigentes en el ámbito privado, no se aplican con el mismo rigor para quienes administran nuestro futuro económico, social e ideológico, perjudicando especialmente a las clases medias que son quienes con sus impuestos mantienen este ineficiente sistema. En estos tiempos de incertidumbre es urgente recuperar el prestigio de la política como noble ejercicio del servicio público. Y esto empieza por exigir a quienes nos gobiernan la misma preparación y honestidad que pediríamos a cualquier persona con quien trabajamos en el ámbito privado.
María Crespo Garrido es profesora titular de Hacienda Pública y ex diputada autonómica en CLM