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27 de julio de 2024

Enrique García-Máiquez

Tres acres de tierra y una vaca

¿Qué sistema económico permite mejor (o menos mal) que tengamos nuestra propiedad y ejerzamos, aunque sea a la contra, nuestra libertad de pensamiento, de educación, de creación?

Actualizada 05:05

Tenía pendiente una discusión sobre el liberalismo con Julio Llorente, con quien comparto, entre tantas otras cosas, espacio en El Debate, pero no juicio sobre la cuestión. Me recriminó alguna vez por ser bastante tibio en su condena. Como si yo sólo dijese: «El liberalismo es pecado… venial». Ambos, fervientes lectores de Chesterton, nos consideramos distributistas, aunque yo defiendo el distributismo para el que se lo trabaja más que un distributismo planificado, si puede decirse así. Por mi parte, posponía el encontronazo. Le temía al duelo intelectual con Julio pues ya saben, ustedes que le leen, lo formidable tirador que es con el florete argumental.

Sin embargo, por un golpe de fortuna, he encontrado el mejor aliado posible para esa discusión con Julio Llorente: a Julio Llorente. En un reciente artículo, de impecable ejecución, como suyo, se confiesa inmerso en un mar de dudas, para, a la vez, dejárnoslo todo claro. Explica que le pareció muy bien que, desde la izquierda jacobina, criticasen a Vox por ser liberal y, a la vez, antiglobalista. Para Julio ambos conceptos son sinónimos, y sorber y soplar no puede ser. Pero que, cuando se le propuso el Estado como remedio al globalismo, tampoco le convenció. El Estado ha fundado las grandes entidades internacionalistas como la ONU o la actual UE y también porque el Estado está ideológicamente privatizado por las fundaciones y las agendas ideológicas del gran capital.

Hasta aquí seguimos a Llorente. Y seguimos: él propone lo siguiente como alternativa (sale al campo de juego el distributista chertertoniano que esperábamos ansiosos): «Quizá el mundo de hoy no exija de nosotros grandes empresas. Quizá no se trate siquiera de tomar el poder del Estado. Quizá baste con que vivamos humanamente, atentos al ejemplo de nuestros ancestros y orgullosamente ajenos a los conjuros de los prestidigitadores de la mercadotecnia. Fundemos clubes, leamos buenos libros, comprémoslos en la librería de nuestro barrio (¡al diablo con Amazon!). Honremos a nuestros padres, amemos a nuestros amigos, formemos familias. Impliquémonos en la vida de nuestra parroquia, desvelémonos por el prójimo que sufre. Relativicemos el móvil y sus pirotecnias, gocemos de la presencia real de un cuerpo. Hagamos estas pequeñas cosas». La cita es larga, pero yo pienso igual y no lo escribiría mejor.

La clave está en la pequeña propiedad privada y en la inmensa libertad personal y familiar que sólo la propiedad salvaguarda

Lo mío propiamente dicho viene ahora. Estamos, en efecto, en el cuerpo a cuerpo, y lo esencial es defender esos tres acres de tierra y una vaca, como metaforizaba Chesterton. La clave, por tanto, está en la pequeña propiedad privada y en la inmensa libertad personal y familiar que sólo la propiedad salvaguarda. Honramos a nuestros padres manteniendo su herencia para nuestros hijos, formamos familias cuando podemos mantenerlas, ayudamos al prójimo cuando tenemos con qué, gozamos de un cuerpo cuando nos cubre una casa y, si nos acoge un jardín, mejor que mejor.

Y entonces llega la pregunta concreta, problemática y muy poco fotogénica. ¿Qué sistema económico permite mejor (o menos mal) que tengamos nuestra propiedad y ejerzamos, aunque sea a la contra, nuestra libertad de pensamiento, de educación, de creación? Pregunten a la historia. Consulten la geografía política. Es el liberalismo o, si me permiten la precisión, la economía de mercado en un Estado de Derecho con división de poderes. El liberalismo te permite incluso luchar contra el liberalismo, y no es ése el menor de sus lujos. También te exige corregirlo cuando se desmelena. El globalismo puede ser un hijo del liberalismo, pero un hijo pródigo, díscolo, muy predispuesto incluso al parricidio, por lo que una defensa del liberalismo —en defensa propia— implica mandar a la criatura —aunque sea con el corazón liberal roto— a un correccional.

De la cerca de mi casa para dentro vivimos en una baronía soberana dentro de un sistema moral y estéticamente feudal

Por eso me conformo con buscarle los resquicios al liberalismo, esto es, con vivir lo menos liberalmente posible, poniendo a rendir (para lo que necesito el mercado) la vaca de mi prosa y los tres acres de mi carrera académica. De la cerca de mi casa para dentro vivimos en una baronía soberana dentro de un sistema moral y estéticamente feudal, aunque por fuera ya conocen los editores la fiereza neocon con la que exijo mis emolumentos. Lo hago en el ejercicio de un distributismo de estricta observancia. La leche de mi vaca es la tinta de mis artículos. Chesterton alabó en Dickens ese mismo interés contable, que equiparó a los duelos de honor de un caballero.

Por supuesto, al liberalismo no hay que sacralizarlo, pero tampoco idolatrar a un Estado confiscatorio que, entre impuestos y mala gestión macroeconómica, esquilma los tres acres y confisca la vaca. Lo mejor sería un sistema libre y nacional, sin rigidez ideológica para adaptarse a las circunstancias, prudencial, autoirónico, que no se tomase demasiado en serio. Porque, para luchar contra el globalismo, necesitamos un territorio local próspero, unas familias sanas y libres, económicamente independientes, y un Derecho que ponga coto al totalitarismo.

Juzgo los sistemas políticos y económicos con esas premisas elementales y, porque tampoco dan para mucho más, les bajo el nivel teórico. Mi examen consta de tres preguntas: su respeto a la vida, a la libertad de conciencia y, finalmente, ¿qué sistema permite la mayor propiedad para el mayor número de familias? Ése aprueba. Lo muchísimo que queda por hacer no se lo pido al sistema, sino a mí mismo.

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