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Enrique García-Máiquez

Homo homini lupus

Sé un profesor, «be a teacher»: no hay forma más honda de cambiar el mundo. Don José nos lo dejó mejor, nos dejó mejores

Ha muerto uno de los grandes profesores de mi infancia, que tan buenos los tuvo. Como él siguió trabajando en el colegio durante muchos años más, hasta su reciente jubilación, era una bienvenida constante para los antiguos alumnos que pasábamos por allí. Y además, un espléndido tutor de los hijos de los que habían sido sus pupilos, un poco también, sospecho, porque lo atendían con una veneración mayor al maestro, tan necesaria.

He dudado mucho de publicar este artículo en El Debate, periódico de inmensa difusión nacional, en vez de dejarlo para mi querido Diario de Cádiz, que cuenta entre sus lectores con una densidad muchísimo mayor de ex alumnos de don José. Sin embargo, lo hago aquí precisamente por eso. La figura de un buen profesor trasciende y merece un homenaje nacional.

En una escena de la película Un hombre para la eternidad, Tomás Moro aconseja al ambicioso Richard Rich que se haga profesor. «Be a teacher», le insiste. A Rich le parece poca cosa. Desde luego, las expectativas de su apellido no las iba a cumplir Pregunta, sediento de pompa y circunstancia, quién sabría de su destino si se hace profesor. Y Moro le responde: «Tú, tus alumnos, tus amigos, Dios; no es mal público, ¿verdad?». Los alumnos supimos que don José Lobo era un gran profesor; sus amigos y compañeros, de sobra; y Dios, ni les cuento. Así que no está mal que por un día también lo sepan también todos ustedes.

Una vez fui muy torpe. Le recordé, riéndome, el coscorrón que me dio en 6º de EGB. Se puso colorado, con la de kilómetros que él siempre tuvo. Los hechos fueron los siguientes. En clase de Historia me sacó a la pizarra para hacerme algunas preguntas de la Edad Media. Para mí como si fuese la prehistoria: no tenía ni idea. Pero yo había estado leyendo algo por ahí de Ricardo de Woodstock, el Príncipe Negro. Con tan mala pata que ya estábamos cerca de Navidad y que contesté por si acaso: «¡El Rey Negro!». La carcajada de la clase, que se pensaron que aludía al Rey Baltasar, que ya se acercaba por los arenales, que ya se ve, que ya se ve, fue estruendosa, aunque no tanto como el cate que me soltó el profesor, contrariado –supongo– de que el alumno aplicado por antonomasia le hubiese hecho esa mala jugada por la espalda y a la cara de todos. Yo entendí los motivos de Lobo, y el cosqui me pareció hasta barato a cambio de un abrumador éxito humorístico ante todo mi curso como no tuve otro.

Pero al recordárselo cuarenta años después a don José, no le hizo ninguna gracia. «Naturalmente», me regañé a posteriori. A ningún profesor le gusta castigar, ni un poco, y menos así, y menos a él, tan afable y risueño siempre.

En cambio, nunca le conté, creo, que fue en otra de sus clases la primera vez que sentí la potencia abrumadora de lo poético, que ya he perseguido siempre. Todavía recuerdo la luz de aquella mañana y el inédito silencio interior, hondísimo, que siguió a la lectura. Eran los endecasílabos encandilados del poema «Alto jornal» de Claudio Rodríguez: «Dichoso el que un buen día sale humilde / y se va por la calle, como tantos / días más de su vida, y no lo espera / y, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto / y ve, pone el oído al mundo y oye, / anda, y siente subirle entre los pasos / el amor de la tierra, y sigue, y abre / su taller verdadero, y en sus manos / brilla limpio su oficio, y nos lo entrega / de corazón porque ama, y va al trabajo / temblando como un niño que comulga / mas sin caber en el pellejo, y cuando / se ha dado cuenta al fin de lo sencillo / que ha sido todo, ya el jornal ganado, / vuelve a su casa alegre y siente que alguien / empuña su aldabón, y no es en vano».

Aquel poema de mi emoción inaugural sería hoy, cincuenta años después, el epitafio perfecto de aquel joven profesor que me lo ofrecía en su clase. Qué limpio brilló siempre don José Lobo en su empeño, y cómo nos lo entregó de corazón. Nadie ha empuñado su aldabón en vano. He recordado la frase pesimista de Hobbes: «El hombre es un lobo para el hombre», y he pensado que don José le dio la vuelta como a un calcetín: él nos hizo hombres con su entrega. Contra el Leviatán y la anarquía, la educación y la vocación. Sé un profesor, «be a teacher»: no hay forma más honda de cambiar el mundo. Don José nos lo dejó mejor, nos dejó mejores.

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