Bajo los adoquines
Lo de los adoquines levantándose es un sin parar. Observen el interés de los jóvenes por las tradiciones locales, especialmente por las religiosas, aunque por todas: ferias, romerías, costumbres…
Con una imagen logradísima, Luis Sánchez-Moliní ha retratado la dinámica de nuestro tiempo. En el mayo del 68, los revolucionarios de entonces coreaban que debajo de los adoquines estaba la arena de las playas. Eran las arenas de las playas vírgenes (es un decir) de costas rousseaunianas de buen salvaje, se entiende, y no las playas familiares de El Buzo en el Puerto de Santa María. Pero ha pasado el tiempo y una verdad inesperada asoma. Ahora los jóvenes rebeldes –detecta Sánchez-Moliní— bajo los adoquines encuentran el albero de la plaza. La inversión es absoluta. La Fiesta Nacional es todo lo contrario de Rousseau. Las formas exquisitas, la estética sublimada, el rito, el ceremonial, la mitología, la historia y, siempre, el dominio integral y armónico del hombre sobre la naturaleza. Él lo escribe con el temple de una media verónica: «Si hubo una generación que mostró su rebeldía dejándose el pelo largo, la actual parece que ha optado por el clavel reventón en la solapa. Debajo de los adoquines está la arena de los cosos de España».
No es una frase bonita y ya, sino una apreciación de lo que está pasando. Se ve en donde pongamos los ojos. Y sería triste cosa que lo viesen sólo los que lo lamentan, y no quienes lo celebramos. La progresía anda muy preocupada con la inexorable derechización de los jóvenes. Ya no es una queja musitada en los rincones de las salas de profesores de los institutos de enseñanza secundaria. Ha salido del armario. La magnitud del fenómeno no puede ocultarse bajo los adoquines. La tradición está a la última.
Tampoco puede ocultarse bajo los de una burocracia eclesial anclada en unos discursos y dinámicas que fueron modernos, si acaso, en el siglo pasado. Los sacerdotes jóvenes prefieren las viejas formas, los ritos seculares y la fe eterna. Para el futuro, dejan la esperanza. La caridad, para todo. Es un cambio de dimensiones tridentinas, una contrarreforma en marcha. Ojalá el cónclave sepa verlo y lea, como les gusta decir a los añosos juvenilistas, el signo de los tiempos.
Lo de los adoquines levantándose es un sin parar. Observen el interés de los jóvenes por las tradiciones locales, especialmente por las religiosas, aunque por todas: ferias, romerías, costumbres… El auge de la Semana Santa no deja lugar a duda. El incienso se está viniendo arriba.
Que un rockero casi inmortal, como Loquillo, haya dedicado un disco a la poesía de un poeta a la contra como Julio Martínez Mesanza es un hito. Que resulte rejuvenecedor que un viejo roquero cante a la batalla de los Cuernos de Hattin, ay, es música para nuestros oídos medievalizantes. El disco incluye una canción sobre el poema titulado «Ceremonia» que insta a «rezar solemnemente y sin angustia / dando a las formas su valor supremo».
Podría seguir regodeándome en los indicios concretos de los cambios globales, pero la tendencia se entiende. Ya sabemos todos que no hay una ley del progreso inevitable, porque nada es inevitable gracias a la libertad humana, porque el progreso en abstracto no existe sino según los principios hacia los que nos dirijamos o no y porque la ley impuesta es tiranía. Desde el momento en que la revolución se había convertido en la norma institucionalizada, la rebelión era cuestión de tiempo. Y más aún cuando el fracaso familiar, cultural, económico y social del progresismo se ve por todas las costuras que le revientan. Normal que los jóvenes apuesten por el clavel en la solapa, como si fuese una pimpinela escarlata. Si no nos importa entender nuestro tiempo, podemos seguir por los carriles progresistas. Pero si nos interesa saber qué hay hoy y qué viene mañana, estemos atentos a lo que está debajo de los adoquines. Es el albero. «Una nota de clarín / desgarrada, / penetrante, / rompe el aire con vibrante / puñalada. / Ronco toque de timbal…»