El honor del Tato
La reivindicación del honor podría parecer anacrónica a cualquier espectador poco avisado; y, sin embargo, es uno de los signos más distintivos de la actualidad
Ha gustado muchísimo el discurso de recepción del premio Cervantes de Álvaro Pombo. Natural. El escritor santanderino lamentó: «Ahora nadie se bate en duelo por su honor, por el honor de España ni por el del Tato. Nos hemos convertido [en algo] entre influencers y mercachifles». Constata el descenso de nivel, pero, sobre todo, que la pérdida del honor nos deja inermes ante la fragilidad constitutiva del ser humano, creciente en el mundo contemporáneo.
La reivindicación del honor podría parecer anacrónica a cualquier espectador poco avisado; y, sin embargo, es uno de los signos más distintivos de la actualidad. Sólo hay que fijarse. Hay muchos indicios en el cine, la literatura, la filosofía, la política… de un tiempo a esta parte, pero centrémonos en los estrictamente actuales. Casi al mismo tiempo que Pombo, Álvaro Vargas Llosa ha despedido a su padre con un «Elogio fúnebre» en el que lo define como iluso, franco e hidalgo. Subrayemos la hidalguía, que va en la misma línea del honor y que es el elemento fuerte, como salta a la vista, de la triada. Cuenta que una vez el premio Nobel le pidió perdón, varios años después de una discusión política, «cuando ya nadie recordaba aquel episodio» y confiesa: «Me conmovió hasta los huesos. Había nacido en mí la idea del padre hidalgo», nada menos.
Y también a la vez, el atento filósofo Agapito Maestre ha reseñado un ramillete de libros recientes cuyo denominador común es la defensa de la dignidad del individuo. Son Salir de sí de Fernando Muñoz, Máscaras vacías de Sánchez Tortosa, El eclipse del padre de Gabriel Albiac, y otro de cuyo nombre no quiero acordarme (porque es mío). Maestre señala que todos se plantean la pregunta clave de hoy: ¿por qué tanta gente renuncia a su dignidad? Y quiere ver un signo de esperanza en que el pensamiento español se encare con esta cuestión palpitante. Concluye: «La gravedad y el decoro en la manera de comportarse son rasgos de nobleza. Si se pierden, resulta difícil de recuperarlos. El honor, el pundonor, la vergüenza, la honorabilidad, la caballerosidad, la hidalguía, en fin, todo eso define la dignidad» que echamos tanto en falta en nuestra vida pública y política.
Tal ausencia resulta omnipresente y su necesidad se ve por todos lados. Convendría sumar tantos análisis del último pontificado que no sólo se han comentado aspectos pastorales y morales, sino que han hablado de ritos, de liturgia, de formas. Es una sensibilidad que se abre paso.
Igual para estar a la altura de la complejidad de la vida el Derecho recurre a conceptos jurídicos indeterminados, como «buen padre de familia» o «buena fe», la conciencia requiere de exigencias íntimas y abiertas: «señorío», «saber estar», «jerarquía», «autoridad», etc. O sea, que, en efecto, conviene que hasta el Tato, como lo llama Pombo, sea capaz de tomarse en serio su propio honor al extremo de afrontar un duelo por él.
¿Cómo se hace eso, cómo se recupera tanto, cabe la esperanza? El Rey, en la entrega del premio Cervantes, mostró el camino: «Los días inciertos piden claridad; los días aciagos demandan bondad; y los días de confusión reclaman verdad». La claridad, la bondad y la belleza son «faros que han de guiarnos en nuestra búsqueda».
Esa búsqueda no impera en la actualidad, ya. Pero va a ser, por eso mismo, uno de sus temas perentorios. Álvaro Pombo nos animó a acogernos a lo sagrado de El Quijote: «para que los héroes sigan recorriendo el imperio de su palabra incesante». Por nuestras venas también corre tinta azul, y se hace necesario enfrentarse con las armas del espíritu que tenemos a la vulgaridad (influencers) y al utilitarismo (mercachifles) a los que nos aboca nuestro tiempo. No nos queda sino batirnos.