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25 de abril de 2024

Ángel Barahona

Artillería contra Dios

Actualizada 05:26

El luctuoso acontecimiento a la puerta del colegio le ha tocado el corazón a Arcadi Espada. Ha desenfundado toda su artillería esgrimiendo el sadismo de un Dios que se sirve de la muerte de un inocente para llamar a otros a su fe. Pone en boca de la madre la justificación del sacrificio de su hija apelando a la miserable teología de que la voluntad de un dios pretendidamente bondadoso esté ávido de sangre: «Un dios criminal ha exigido el sacrificio de una niña como lo exigían los dioses que no hablaban castellano», dice.
Con gran atrevimiento, me lanzo a aconsejarle al leído señor Arcadi, al que leo a menudo en otros temas, dos libros fantásticos. El primero es Compasión de Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña, y el otro es Veo a Satán caer como el relámpago de René Girard. Comprobará que ese pensamiento teológico responde al universo no cristiano exclusivamente. El sacrificio de seres humanos es justo aquello con lo que el judeo-cristianismo trata de acabar. Ese Dios de las víctimas solo odia una cosa: los sacrificios. Estos son la decisión libre de los hombres que crean los dioses sangrientos a su imagen y semejanza. Como dice Girard, la comunidad humana construye lo dioses a su medida: crueles, violentos, hambrientos de carne y sacrificios humanos. Los dioses son la voz de la comunidad que reclama venganza, de compensaciones sacrificiales: vox populi, vox dei. Ciertamente es el estereotipo heredado, por cierto acontecimientos de la historia del cristianismo, lo que pesa sobre este prejuicio que comparte el señor Arcadi con muchos otros, sin haber hecho una lectura crítica apropiada, dejándose llevar por los tópicos y los prejuicios.

El cristianismo no tiene nada que ver con lo sagrado arcaico, nada que ver con la predestinación, nada que ver con la superstición, aunque algunos cristianos lo sean o lo vivan así

Si leyese estos libros verían que el Dios compasivo y misericordioso aberra los sacrificios y holocaustos, que solo quiere corazones capaces de amar y de perdonar. Cuando su rostro irrumpe lleno de cólera en los relatos bíblicos, queda semi velado el rostro anónimo de una comunidad en crisis que cree solucionar sus problemas proponiendo soluciones sangrientas, llevadas a cabo en el nombre de sus dioses. La forma mitológica que revisten estos relatos es porque la sociedad no puede soportar demasiado verdad, que decía T.S. Elliot, que son sus propios crímenes los que atribuyen a sus dioses. Pero estos dioses no tienen nada que ver con el Dios cristiano. Es Él el que auto sacrificándose nos anticipa el final de ese sacrificio que no se agota en la sangre morbosa y en el dolor de aquello que pueda acontecernos por azar, sino que preanuncia el verdadero final: la victoria sobre la muerte.
Hay algo de demagogia en su argumentación. El cristianismo no tiene nada que ver con lo sagrado arcaico, nada que ver con la predestinación, nada que ver con la superstición, aunque algunos cristianos lo sean o lo vivan así. ¿Quién puede evitar que uno se sienta cristiano siendo en realidad adorador de ídolos sedientos de sangre? ¿Quién puede evitar que alguien se sienta cristiano atribuyendo a un Dios su propia violencia?

El viejo problema filosófico de si Dios es causa primera de todas las cosas pertenece a este juego lingüístico en el que paradójicamente se da sentido al azar

Volviendo al tema que nos ocupa, la razón soberbia reclama explicaciones. Mientras que al racionalista se le tiene que explicar todo, al humilde no hace falta explicarle nada. Sabe la diferencia que existe entre azar, accidente, destino, determinismo, voluntad divina. Sabe que el lenguaje ordinario, en el que se mueve la comprensión real y verdadera del mundo, no se deja sujetar a las reglas del materialismo cientificista para el que no existe nada que no sea reductible a mero hecho físico. Puede abrazar sin preguntar, consolar sin entender, amar sin reciprocidad, y todo depende de un juego del lenguaje cuyas reglas, su contexto, su uso y sus significados dependen de ser compartidos en sucesivos actos de fe, es decir, de confianza en la fiabilidad de los testigos primeros –y la retahíla de los subsiguientes– cuando defienden con su propia vida la resurrección de un hombre, no a partir de la credulidad acientífica de los creyentes.
El viejo problema filosófico de si Dios es causa primera de todas las cosas pertenece a este juego lingüístico en el que paradójicamente se da sentido al azar, al accidente. Mantener la tensión de la paradoja en la que el accidente pueda entenderse como un acontecimiento previsto intencionalmente por la mente de un sádico es lo humano. A priori sería un determinismo intolerable a la razón humana: ¿Quién puede querer algo tan cruel para un inocente? Solo un dios sádico. A posteriori manifiesta un poder hermenéutico que dota de alegría la tristeza, de drama episódico la tragedia, de orden el desorden, de bien el mal. Un Dios compasivo, que permite cauterizar las heridas de inmediato, revertir el dolor en gozo.

Dios Creador no es un guionista sádico de un serial killer cósmico

¿Por qué nos escandaliza esto sobremanera? Porque solo se puede entender desde la vivencia de eternidad… En el diálogo entre dos curiosos personajes de la cultura actual, en la comedia Thalasso, Houllebeck y Depardieu, oímos que el primero aboga escandalosamente por sostener que solo la vida eterna da solución al enigma de lo humano. Sólo si la vida eterna es un hecho se entiende que haya justicia, si no la vida es un sinsentido. Sólo si existe esa posibilidad escandalosa se entiende que ese Dios Creador no es un guionista sádico de un serial killer cósmico. 
En eso creemos nosotros, señor Arcadi, y por eso nuestra vida está llena de esperanza, no de la vana, la de la inmortalidad transhumanista, la de la ciencia ficción, sino la del realismo existencial, que incluye la tremenda verdad de que todos morimos, todos tenemos una misión, entre la concepción y la muerte, que todos tenemos que encontrar. Mariquilla la encontró a los seis años, otros a los meses de vida fetal, otros a los ochenta, pero la intensidad de la vivencia de un segundo en el tiempo medido por un reloj es la misma que la de la eternidad. 
  • Ángel Barahona es Director del departamento de Humanidades de la UFV.
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