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28 de abril de 2024

Ricardo Franco
Noches del sacromonte

Como un ciego entre sombras

El malentendido más dramático es encerrar la vida dentro de los límites de la razón y lo posible imaginado

Actualizada 08:43

Hay un gran y dramático malentendido en torno a la vida, la suya y la mía; y es el de su concepción dentro de un tamaño o de una profundidad que puede ser llenada fácilmente, como si bastara abrir un grifo de normas y sabiduría que a otros se les revelaron insuficientes. Al pensarla así, la vida se construye sobre el gran error de reducirla, inevitablemente, a una realidad opaca, encerrada en sí misma y en una finitud que, creemos, puede ser llenada con objetos, con palabras o con la imaginación, como una imagen de uno mismo terminada y completa, y que ya no necesita nada más que un poco de ilusión o de alimento.
El malentendido más dramático es querer encerrar esa vida dentro de sí misma y a resguardo del límite, más o menos finito, de unos cálculos bienintencionados de la razón y lo posible. Pero es inevitable que dentro de esa medida brote, tarde o temprano, una confusión que nubla la vista, encerrándola en el foco del fin de la existencia, parecido a un telón negro de fondo echado sobre la inconmensurable frontera que nos invita con su horizonte a ser alcanzada, aunque nos parezca imposible llegar.
El malentendido más común, y del que nadie escapa, es el de querer llegar a un lugar o a un tiempo distinto al que nos toca vivir, como un eterno juego de ausencias que desprecia los momentos concedidos y las personas reales que nos acompañan. Afortunadamente, de vez en cuando, la imagen del deseo se sacia, y conseguimos lo ansiado; y se llega a la meta, al lugar de descanso donde dice el cante que «todo es humo», pero el espacio del deseo se sigue abriendo más y más allá. Y, entonces, allí, en ese lugar, ¿adónde ir más lejos? ¿Adónde llegar? ¿Dónde escarbar? ¿A qué límite o a qué fin desconocido? ¿A qué tiempo imaginado? ¿A qué destino indecible? ¿A qué Ítaca feliz? ¿Adónde queremos ir si ni tan siquiera sabemos mantener la vida dada o la promesa encendida, y sólo sabemos ver, confusa y dolorosamente, la decadencia y el fin de todo?
Otro paso del gran malentendido y de la confusión es pensar en todo esto como un fracaso del que escondernos, paradójicamente, buscando como reacción una salida hacia la nada de unos pensamientos sin lógica ni respuesta, y que sólo reproducen trozos dispersos de nuestro misterio.
Pero, entonces, atravesado ese punto sin retorno como un Ulises perdido más allá de las columnas, ¿qué podemos esperar de nosotros mismos, si somos ese deseo infinito que corrompemos con palabras y gestos como manotazos de ciego en un cuarto lleno de sombras?
¿Qué podemos esperar de nosotros mismos y de nuestros discursos, o después de todas las ilusiones vanas y las tentativas gastadas de plenitud? ¿Qué podemos esperar más allá de nosotros mismos sino a alguien que exceda la medida del fracaso y la confusión más asfixiante, y no decaiga en su esperanza de alcanzarnos? ¿Qué podemos hacer sino ser, realmente, conscientes de ese Ser que está siempre esperando(nos), y que habita entre el cosmos plagado de estrellas y la bóveda infinita del corazón?
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