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26 de abril de 2024

Soylent Green, del director Richard Fleischer, fue estrenada en 1973

'Soylent Green', del director Richard Fleischer, fue estrenada en 1973

Cine

`Soylent Green´: la muerte de Dios, la familia y la esperanza

'Cuando el destino nos alcance' sucede en el Nueva York del año 2022, donde una población envilecida de 40 millones de personas ha perdido la esperanza

Este es el año en que se ambienta una de las películas distópicas más conocidas e inquietantes: Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973), cuyo título original es Soylent Green, unas galletas que constituyen el alimento que se distribuye masivamente a la población. Y cuyo ingrediente fundamental es mejor no desvelar aquí. Como otras muchas películas del género, es una adaptación de una novela; en este caso, Make room! Make room! (Harry Harrison, 1966). El comienzo de la película resume parte de las tesis neomalthusianas del libro, y arranca explícitamente en el Nueva York de 2022, cuya población es de 40 millones de personas.
Protagonizada por Charlton Heston y Edward G. Robinson, el largometraje nos muestra el funesto hábitat propio de este tipo de tramas: superpoblación, cambio climático –en concreto, un efecto invernadero que anula las estaciones con un verano perpetuo–, escasez de agua y alimentos –la carne es un lujo incluso para los ricos–, corrupción y arbitrariedad gubernamental, así como plena desconexión con respecto al mundo anterior. Las distopías suelen ser apocalípticas –en un sentido genérico, no literal–, precisamente porque la mayor parte de la humanidad ha perdido la noción de que el ser humano y la naturaleza fueron o pueden ser diferentes. De ahí que un aspecto recurrente sea también la aniquilación, prohibición o extrañamiento de la tradición cultural, sobre todo, de los libros. Algo que cobra un peso muy específico en las novelas 1984 (George Orwell, 1949) o Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953).

La desesperanza: ingrediente estrella

Quizá el ingrediente más esencial de las distopías sea la desesperanza. Son mundos en que se cumple aquello de que, según Dante, se lee en el dintel del Infierno: «Abandonad toda esperanza cuantos aquí entráis». Cierto que algunas películas o novelas acaban teniendo un giro, un final positivo. Pero no es lo habitual; aún más, bastantes de estas suelen ser las de menor calidad, las que envejecen peor y las que están muy descompensadas de una secuencia a otra. Encontramos notables excepciones, como la producción japonesa Virus (Kinji Fukasaku, 1980), que en España se tituló Exterminio, y cuyo montaje original aporta una brizna de ilusión, en medio de un contexto sombrío. El primer montaje comercial de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) incluyó un happy end –muy ligeramente happy, eso sí— que el director eliminó en cuanto pudo.
Esta falta de esperanza, este envilecimiento total de la humanidad constituye uno de los rasgos más definitorios de Cuando el destino nos alcance. Al igual que en la gran mayoría de ficciones de este género, la desaparición de la familia y el desarraigo individualista definen el mundo distópico. Este punto se aborda de una manera muy esmerada en Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006), cuya trama nos sitúa en un futuro muy similar a nuestro presente, pero en el que ya nadie puede tener hijos, debido a que la práctica totalidad de las personas se han vuelto estéril. Los consumidores de las galletas Soylent Green –se supone que elaboradas a base de soja y lentejas, de ahí el nombre– apenas tienen lazos familiares o vínculos sociales fuertes. Los ricos de Cuando el destino nos alcance suelen disponer de jóvenes concubinas que, por término general, son parte del cómodo apartamento en que viven; por eso se las llama `mobiliario´. Los personajes que interpretan Charlton Heston (Robert Thorn) y Edward G. Robinson (Sol Roth) no son parientes, pero comparten una covacha dentro un bloque de vecinos tan abarrotado, que muchos inquilinos no disponen de más espacio donde dormir que las escaleras.
Un fotograma de Soylent Green: cuando el destino nos alcance

Un fotograma de Soylent Green: cuando el destino nos alcance

«Quizá en el hogar»

Sol Roth es un vestigio del mundo antiguo, de un mundo donde había verduras, mantequilla, ríos, hierba verde y nieve en invierno. Ayuda a su amigo el detective Thorn, leyendo y documentándose. Los libros son también parte del pasado. Por eso frecuenta una nutrida biblioteca y archivo —la placa que tiene a la entrada reza: Supreme Exchange –adonde solo acuden otros ancianos como él, llamados `Libros´. Y ellos son los que, sin casi nada que hacer para remediarlo, averiguan la verdad. La verdad sobre el plancton, los océanos y más asuntos. Pero quizá no sean más que Casandras a quienes nadie creerá o escuchará. De modo que Roth exclama: «¡Santo Dios!». A lo que la bibliotecaria jefe replica: «¿Qué Dios, señor Roth? ¿Dónde podemos encontrarlo?». El amigo del detective Thorn responde: «Quizá en el Hogar; sí, en el Hogar». Y allá que va, pero, obviamente, el Hogar no es su casa…
En Cuando el destino nos alcance, además de la extinción de la vida y de la familia, también se ven los rescoldos de la religión. Como demuestra la conversación de la biblioteca de ancianos, Dios ha muerto en ese mundo, y hace mucho tiempo. Cierto que aparece un sacerdote, pero es un hombre desbordado. Su parroquia se encuentra abarrotada de pobres, de enfermos, de pecadores. Se nota que está desquiciado, se lo ve trastornado, exhausto, incapaz. Apenas puede aportar un mísero lenitivo a quienes buscan en su iglesia algo de comida, cobijo o una venda. Pasa horas en el confesionario, escuchando la sordidez en que se ha convertido la raza humana.
El Colapso

El Colapso muestra un proceso rápido de fin de la civilización

Una religión inexistente

Este mismo escenario de desesperanza, desarraigo, muerte de la cultura y la familia, angustiante carencia de comida y bebida, y extinción religiosa, es también recurrente en producciones audiovisuales más recientes. Por ejemplo, poco antes de la pandemia originada en Wuhan, se estrenó en Francia una miniserie de ocho episodios: El colapso (su título original es L’Effondrement). Cada capítulo muestra un día y un entorno distinto de un proceso rápido de fin de la civilización. De un día para otro, no hay combustible, ni energía, ni comunicaciones. En los supermercados o en las gasolineras no se puede comprar, porque ya no hay logística, ni funcionan los cajeros, ni tampoco las terminales de cobro. El pillaje y la violencia se desatan en cuestión de horas o minutos. Solo unos pocos privilegiados pueden evadirse de esta hecatombe. A lo largo de cada episodio, se corrobora que no solo se trata de un colapso técnico irreversible, sino moral: la única norma de comportamiento válido es la fuerza bruta, el darwinismo más nietzscheano. Y la notable ausencia a lo largo de cada episodio es, asimismo, la religión: no existe ni una sola referencia. No hay un solo fotograma, un solo segundo en que se oigan palabras como «Dios, fe, iglesia». No hay crucifijos, ni biblias.
El contrapunto a este esquema –distopía como sinónimo de muerte de Dios y de la familia– sería El libro de Eli (hermanos gemelos Hughes, 2010), protagonizado por Denzel Washington, Gary Oldman y Mila Kunis. El personaje al que Washington encarna (Eli) porta consigo un valioso libro que cada noche lee y que, al cabo de su peregrinar, se ha acabado aprendiendo de memoria. Movido por la fe, sabe que su misión, aunque le cueste la vida, consiste en entregar ese libro a unos hombres que, con paciencia y esperanza, están reconstruyendo la civilización. Y la reconstruyen afianzando sus cimientos: la cultura, los libros. Sin duda, el libro de Eli es el más importante de todos. Durante el tramo final de su ruta lo acompaña Solara (Mila Kunis), una joven que ha sentido el cariño auténtico de una madre.
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