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29 de marzo de 2024

Sor Piolet

Guadalupe encontró a Dios en Ruanda después de haber alcanzado varias cimas sin respuestas al sentido de la vidaD.N.

Sor `Piolet´, la monja extremeña que conquistó el Himalaya y encontró a Dios en Ruanda

Guadalupe Escudero Guillén, cambió el magnesio líquido, las cuerdas, los pies de gato y piolets por la tranquilidad del Monasterio de Zamartze, en Navarra tras encontrarse con Dios en medio del sufrimiento

Hay historias que por fascinantes merecen la pena derrotar a la trituradora de la actualidad pues los hitos, aunque se remonten a hace más de 35 años, no pueden pasar desapercibidos.
Guadalupe Escudero Guillén, natural de Piornal, en Extremadura, cambió el magnesio líquido, las cuerdas, los pies de gato y piolets por la tranquilidad del Monasterio de Zamartze, en Navarra.
Su conversión y abrazo a la vida religiosa, a cambiar la aventura de sumar cimas a su palmarés particular por acercarse y entrar en intimidad con Cristo, vino motivada por una niña a la que conoció en Ruanda, poco antes del estallido de la guerra étnica de los Grandes Lagos, donde hutus y tutsis aplicaron la ley del machete en uno de los mayores genocidios de la historia. Este es su testimonio.

Alpes, Imja Tse y la Sierra de Aralar

Sor Guadalupe, tal y como cuenta Rubén Elizari para el Diario de Navarra, «era atea porque no conocía al verdadero Dios», reconoce vestida de hábito.
Su espíritu aventurero la llevó en su juventud a patear y hollar cumbres de los Alpes, el Atlas marroquí, las principales cordilleras españolas hasta el gran reto de su vida hasta el momento: conquistar el Imja Tse, más conocido como Island Peak junto a tres amigas suyas. El 1 de octubre de 1986, el diario Mundo Deportivo contaba los preparativos de esta expedición que suponía un antes y un después dentro del alpinismo extremeño femenino, al colocar por vez primera a tres mujeres españolas en una de las cimas del mundo.
Había algo, como le cuenta a Elizari sor Guadalupe, que no le terminaba de convencer cada vez que se hacía con un nuevo pico. No era alcanzar éxitos lo que más le satisfacía, sino el silencio y soledad de estar tan cerca del cielo, lo que la hacía volver siempre a arriba. «Creía que la vida encerraba un secreto. En mi interior había una búsqueda y quería ser fiel a ella», apunta. Y esa búsqueda la llevó a darse cuenta de que al comienzo de su lista vital el amor y la entrega a los demás ocupaban un lugar destacado.
Imagen de la página del diario Mundo Deportivo donde se cuenta la expedición de Guadalupe

Página del diario Mundo Deportivo donde se cuenta la expedición de GuadalupeM.D.

La niña que lo cambió todo para siempre

Tras hacerse con el petate y patearse Europa e Hispanoamérica, buscándose la vida como auxiliar de enfermería, diseñadora en una fábrica de peluches o sirviendo hamburguesas del McDonald´s en Londres, la providencia la llevó a su último gran destino, el definitivo: su viaje a Ruanda. «Aterrizó en este país el año 1991 –cuenta el compañero Elizari–, unos pocos meses antes de que estallara la guerra civil entre hutus y tutsis». Como en otras ocasiones, solo había comprado el billete de ida. «En Ruanda Dios estrechó su cerco sobre mí», explica.
Durante su estancia allí colaboraba con un dispensario médico, «intentando aliviar el dolor de los demás con los escasos medios con los que contaba». «Sentía impotencia ante el dolor y la muerte. Me di cuenta que mis dos manos, con las que antes había conseguido subsistir sin problemas, se quedaban pequeñas».
María Guadalupe Escudero, a la postre sor Guadalupe, no podía hacer nada por salvar la vida de tantas y tantas personas que morían frente a ella sin que pudiera remediarlo: «Me pedían que rezase a Dios por ellos. Pero… ¡¿A qué Dios?! Yo no tenía ningún Dios. Tenía que cumplir con lo que me habían pedido. Era algo sagrado y no sabía ni cómo hacerlo». Hasta que la muerte de una niña ruandesa de cinco años le hizo «tocar fondo».
Sor Guadalupe en una imagen de archivo en el Monasterio de Zamzarte

Sor Guadalupe en una imagen de archivo en el Monasterio de ZamartzeD.N.

Se llamaba Wimana. «La habían abandonado y estaba desnutrida. Todo lo malo que puedas imaginar que le ha pasado es poco», señala en su entrevista Guadalupe. «Dábamos paseos y la cuidaba. No necesitábamos hablar para entendernos porque el lenguaje del amor es universal».
Una madrugada, por antes del amanecer, una religiosa avisó a Guadalupe que Wimana estaba por expirar. Reproducimos íntegramente el momento.
«Me preguntaron si quería despedirme de ella. Y lo hice. Murió entre mis brazos. Salí llorando, gritando y desesperada hacia una capilla que había en la misión. Me senté y lloré y lloré. Sumida en una total oscuridad, había encontrado la prueba de la no existencia de Dios… una cosa es dudar de su existencia, y otra creer haber encontrado la prueba definitiva que clausura toda duda… No podía existir un Dios que permitía tanto dolor y tanto absurdo como el de la vida de esa niña inocente que nació solo para sufrir y morir… Se hizo la oscuridad y mi vida dejó también de tener sentido… antes nunca lo había pensado, pero sin Dios toda mi existencia carecía de fundamento real. En medio de mi desesperación fui sintiendo paz. Wimana me decía que su vida no había sido inútil, que había existido para llevarme a mí a Dios. Su vida sí había tenido sentido. Pasé del absurdo a la razón total. Entendí que Dios existía y que Él plenificaba y daba sentido a nuestra existencia. Le pedí que me mostrara quién era».

La respuesta, en el Evangelio

La lectura del Evangelio fue encontrando acomodo en su historia personal. Fue gracias a las religiosas con las que convivía en la misión donde cayó en la cuenta de que «Jesús hablaba del amor, y yo de eso entendía. Desde ahí empecé a llegar al Dios verdadero».
Fue en ese momento cuando Dios, encarnado en la figura de Jesús, pasó a ocupar el primer puesto de su lista. Y se consagró a Él. «A quienes me conocían no les sorprendió. Seguía siendo la misma».
Años después, su vida discurre como religiosa de vida contemplativa en Zamartze. «El sonido del silencio en la naturaleza no tiene precio. Atender Zamartze no es casualidad. Para mí representa la unidad. Es la casa de espiritualidad de la diócesis y casa de todo el que quiera encontrarse: necesitamos salir de la vertiginosa rutina de cada día para entrar en nuestro interior y escucharnos, y escucharle».
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