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23 de abril de 2024

DELENDA EST CARTHAGODeclan

Señor, ¡llévanos pronto!

La espera de Cristo nos sitúa en un punto intermedio entre la falsa sensación de que soy yo quien forjo mi destino, y la también falsa percepción de que es fútil cualquier esfuerzo, porque no controlamos realmente nada

Actualizada 12:22

En medio de conversaciones cotidianas, cuando los asuntos derivan a aquellas cuestiones que escapan a nuestro control y férrea idea del mundo, de vez en cuando asoman expresiones que pretenden poner punto final a tanto despropósito, una especie de refugios a base de frases hechas. En una sociedad neopagana como la nuestra, los reductos de su pasado cultural cristiano reciente están ahí, en esas frases hechas. He de reconocer que, como expresión castiza, el «Señor, ¡llévanos pronto!» cargado de exagerado patetismo siempre ha gozado de mi simpatía. Y es que no se trata solo de que queremos pasar el trance de las ardorosas fatigas cuanto antes, ni exclusivamente de que nos lleve a la casa del Padre cuando la muerte sea piadosa y conveniente; ¡es que puede venir, literalmente, a buscarnos aquí!
Una de las cosas que rezamos en el Credo es que creemos que Jesús «de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos». Creemos que nos juzgará, claro. Hasta cierto punto estamos dispuestos a aceptar que en ese-otro-sitio donde las cosas son distintas y Dios ha de ser-más-que-bueno sí o sí, seremos juzgados de lo que ya pasó, y en el fondo confiamos que esté ya olvidado. El problema está cuando metemos a Jesús de nuevo en este nuestro sitio y encima con poder y gloria. La perspectiva de una suerte de juicio en caliente no nos parece demasiado atractiva por norma general. «Estas cosas se avisan», podríamos argumentar en el caso de que entrásemos en la nómina de los que serían juzgados en vida, pero el caso es que esta cuestión, más que no avisada, está convenientemente soslayada.

¿Quién no anhela que todo, al final, tenga sentido?

Esta verdad de fe contemplada en el Credo se conoce como la parusía, la segunda venida de Cristo. Romano Guardini, en El Señor, reflexionando sobre el sentido que la fe en la segunda venida tiene para un cristiano, argumentaba que la doctrina de San Pablo sobre esta verdad de fe traslada a la existencia cristiana una emoción, una tensión palpitante, en donde «hacerse cristiano significa estar preparado para los acontecimientos graves» que siempre están en el horizonte vital. La espera de Cristo nos sitúa en un punto intermedio entre la falsa sensación de que soy yo quien forjo mi destino, y la también falsa percepción de que es fútil cualquier esfuerzo, porque no controlamos realmente nada. Es vivir razonablemente despierto, estar avisado de que hay un Señor no solo en el Cielo, más allá de lo creado, sino que también hay un Señor en la historia. Que no podemos vapulear los hombres, sus ideas y sus sociedades porque tienen un legítimo Señor, que tiene derecho a hacernos pasar por un juicio de residencia a nosotros, sus administradores, esperando hallar en nuestro trato simple y llanamente el haber vivido reconociéndolo que hay de verdadero en cada una de esas realidades.
«Señor, ¡llévanos pronto!», es el respirar hondo del hombre por medio de esta expresión. Todo cambiará, y nosotros con ello. Cambiará de verdad, ya sin esperas y sin trampas. Jesús vendrá, sentenciará delante de nuestro rostro lo que hay de cierto en la queja, lo que hay de falso en el devenir de la historia, pero también lo cierto y lo falso en sentido contrario, hasta que el hombre se reconcilie con la verdad de sí mismo y la verdad –último estrato físico de lo real– del mundo. La parusía no deja de ser la certeza de que antes de que todo acabe en este orden de existencia y lleguemos a donde todo funciona correctamente, veremos funcionar correctamente este mundo en la parcela de nuestra vida. Y lo más admirable de todo, con nuestra participación.
Parece que san Pablo en un primer momento pensaba que era inminente la segunda venida. O al menos era tan vehemente que daba esa impresión. Según va avanzando en años se percibe la preocupación de que la siguiente generación cristiana no debe perder esa tensión. Hay algo contenido en esa verdad de fe que debe estar presente en cada generación de cristianos: «la apariencia de este mundo se termina» (1 Co 7,32) y no hay nada que sea ya tan decisivo que puede ser presentado como un proyecto alternativo al propio señorío de Jesús. Como bien recuerda a los corintios, ni siquiera cosas tan extraordinarias como la afectividad, el sufrimiento, la felicidad, la posesión o el acumular un poco de todo esto a base de experiencias, es suficiente para resumir el sentido de la vida de una persona. Venga Jesús aquí o vayamos nosotros a Él con la muerte, la parusía nos ayuda a reconocer que ésta nuestra tierra y nuestra vida están mucho más cerca de los intereses de Dios de lo que nosotros estamos dispuestos a reconocer. O quizá nos resistimos a no dejar decaer esta idea aunque solo sea con frases hechas, pues ¿quién no anhela que todo, al final, tenga sentido?
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