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28 de abril de 2024

Declan
DELENDA EST CARTHAGO

La torre de los objetores de conciencia

Precisamente lo que permite el ejercicio de la objeción de conciencia es la fidelidad del hombre a su propia conciencia formada y recta, preferida frente a una ley informe e injusta

Actualizada 09:39

Cuando a sir Tomás Moro se le quiso hacer ver que estaba obligado a obedecer la ley con la que Enrique VIII anulaba su matrimonio y se hacía cabeza de la Iglesia católica en Inglaterra, él respondió que no estaba obligado a obedecer a su príncipe porque «en su conciencia la verdad parecía estar del otro lado», aunque los demás pensaran en el asunto conforme a la ley. No se trataba de un empecinamiento en una opinión subjetiva. El propio Moro aseguraba que para la instrucción de su conciencia había estudiado y consultado durante años, y que dicha experiencia le daba la certeza de que «nunca pude ver ni oír, ni pienso que jamás podré, aquello que pueda inducir a mi propia mente a pensar de otro modo». Esto es precisamente lo que permite el ejercicio de la objeción de conciencia: la fidelidad del hombre a su propia conciencia formada y recta, preferida frente a una ley informe e injusta.
Una de las perversas novedades en esta nueva vuelta de tuerca legislativa de la ley del aborto es la de crear un registro de objetores, de acceso público, en el que los médicos han de apuntarse con antelación y por escrito, si piensan ejercer su derecho. Se trata de una vulneración del sentido mismo del derecho a la objeción de conciencia, pues los derechos fundamentales nos pertenecen siempre. El Estado no puede arrogarse el derecho de que los ciudadanos deban alertarle de forma anticipada si están dispuestos a ejercer sus derechos –o no– frente a una ley injusta, ni coartar el ejercicio de los mismos con requisitos burocráticos de obligado cumplimiento previo.
La objeción de conciencia no es un subterfugio de los inmovilistas ante las olas del cambio, como algunos se empeñan en ver hoy. Se trata de un derecho fundamental con carta de ciudadanía en nuestra sociedad desde hace mucho tiempo.

La sospecha de infidelidad de los católicos al todopoderoso Estado ha permanecido viva con cada oleada de nuevos legisladores

La humanidad ha asistido a muchos episodios de este conflicto entre legisladores arbitrarios e individuos que oponen sus derechos inalienables. Uno de ellos tuvo lugar con ocasión del Concilio Vaticano I, cuando en 1870 se proclamó el dogma de la infalibilidad pontificia. Ese dogma supone para los católicos que el Papa no puede errar cuando habla con intención de definir tanto la doctrina como la moral. En Europa se desató una ola de reacciones indignadas, particularmente en los estamentos políticos. Celosos de sus códigos de leyes, muchos legisladores planteaban la duda de si, bajo ese dogma, un católico podría ser realmente considerado un ciudadano leal. En Inglaterra, John Henry Newman publicó en 1875 su Carta al Duque de Norfolk, dirigida precisamente al duque cuyo linaje era tenido como el representante oficioso en Inglaterra de los intereses católicos. Se trataba de una respuesta al primer ministro William Gladstone, el cual había llegado a asegurar que los católicos «tenían la mente cautiva» en virtud de ese dogma. En su prolija respuesta, Newman se encarga de desmontar el argumento de que la infalibilidad suponía un atentado contra las distintas libertades de expresión y la libertad de conciencia. Y lo hará recordando cómo en la sociedad inglesa todos esos derechos consagrados tenían tutelas y límites juiciosos impuestos en su propia legislación, siguiendo el alto criterio del orden público. Pero por encima de todo recurrirá, en la línea de santo Tomás Moro, al papel supremo de la conciencia.
La sospecha de infidelidad de los católicos al todopoderoso Estado ha permanecido viva con cada oleada de nuevos legisladores. Sin ir más lejos, el doctor Padilla, médico de familia y político de Más Madrid, está preocupado no tanto por los médicos que ejercen su objeción de conciencia, sino por aquellos que se ven forzados a convertirse en objetores de conciencia porque el resto de sus compañeros lo son. Desde esta teoría nos encontraríamos con una serie de malos médicos «con la mente cautiva» –a decir de Gladstone– que generan un ambiente opresor sobre un compañero, al que condenarían a ser el único en practicar abortos en el departamento. Ante esta situación, el Dr. Padilla recurre al sorprendente argumento de que «eso no es grato para un ginecólogo tampoco», con lo cual preferirían ser objetores.
La objeción de conciencia sería en esta nueva ley un derecho que hace de los médicos infieles al Estado, y promocionaría en este caso esa infidelidad entre los indecisos del gremio, sustrayendo a los ciudadanos del ejercicio de sus nuevos derechos. Hay que reconocerle al señor Padilla el dudoso honor de retorcer el valor de la objeción de conciencia hasta el punto de que el titular del derecho es el agresor y el legislador es la víctima.
El conflicto no es nada nuevo, pero el listado de objetores diseñado para aislar a los profesionales que forman y consultan su conciencia, bien puede ser una particular torre de Londres donde aguardar una nada benévola sentencia de los vindicadores del Estado.
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