«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados»
No espera a que sus amigos salgan a buscarlo. Es Él quien viene a su encuentro, traspasando miedos y cerrojos, llevando la paz como primer don de su presencia
El Evangelio que la Iglesia proclama en el Domingo de la Divina Misericordia nos sitúa en un escenario tan humano como divino: los discípulos encerrados por miedo a los judíos y con las puertas atrancadas, esperan que algo suceda. Y, es allí, en medio del encierro y la fragilidad, donde Jesús resucitado se hace presente. No espera a que sus amigos salgan a buscarlo. Es Él quien viene a su encuentro, traspasando miedos y cerrojos, llevando la paz como primer don de su presencia.
Jesús no solo se muestra, sino que actúa: sopla sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo». Este gesto, tan cargado de sentido, evoca el momento de la creación en el Génesis, cuando Dios formó al hombre del barro de la tierra y sopló de su nariz un aliento de vida. Ahora, el Resucitado repite el gesto sobre sus discípulos, recreándolos como hombres nuevos, vivificados no por un simple hálito natural, sino por el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la vida de la gracia.
La misericordia no es una idea abstracta, sino el rostro concreto del amor de Dios en Cristo. En el Resucitado, el amor se convierte en misericordia: un amor que se abaja, que busca, que perdona, que reconstruye. Dios no ama desde lejos: viene al encuentro, atraviesa nuestras murallas interiores, y nos muestra sus llagas gloriosas como signo de una victoria que no ignora el dolor, sino que lo redime.
Pero este encuentro tiene lugar en un marco concreto: la comunidad. La escena del Evangelio subraya con fuerza que Tomás, el que no estaba con los demás, no pudo ver al Señor. Solo cuando vuelve a la comunidad, a la Iglesia, es capaz de tocar y confesar: «¡Señor mío y Dios mío!». La fe pascual no es una experiencia individualista, sino eclesial. La misericordia de Cristo nos alcanza plenamente cuando estamos reunidos en su nombre.
En este domingo, somos invitados a abrir nuestras puertas interiores, a dejar que Cristo entre, nos sople su Espíritu y nos transforme desde dentro. No importa cuántas veces hayamos cerrado, ni cuán gruesos sean los cerrojos del miedo o la culpa: Jesús resucitado es el que busca, el que entra, el que da sentido a todo lo que somos y vivimos. Su misericordia no es solo consuelo, sino una nueva creación. Nos da la vida nueva que nace del perdón y nos introduce, de nuevo, en la comunión con Dios y con los hermanos.