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07 de mayo de 2024

El profesor Mathieu Detchessahar

El profesor Mathieu DetchessaharNantes Université

Entrevista con el autor de 'El mercado no tiene moral'

Mathieu Detchessahar: «El capitalismo conduce a la deconstrucción de la cultura común y al repliegue individualista»

El investigador francés publica El mercado no tiene moral, una reflexión sobre el impacto del mercantilismo en el funcionamiento de nuestras sociedades

«En un momento en que los viejos ideales ya no venden, la sociedad de mercado propone un nuevo ídolo, una última sacralidad: la abundancia material», escribe el profesor del Instituto de Economía y Gestión de la Universidad de Nantes, Mathieu Detchessahar en El mercado no tiene moral, un ensayo tan breve como contundente, publicado en castellano y catalán por Albada Editorial. El también miembro fundador del Grupo de Investigación Empresarial y Antropología Cristiana (GRACE, en sus siglas en francés) analiza en el libro de qué manera la lógica mercantil y economicista ha conducido a Occidente a un cul-de-sac sociológico, y plantea algunas vías para reconstruir los vínculos sociales y los bienes comunes.
–El mercado no tiene moral ofrece una disección muy lúcida y a ratos descarnada de nuestra sociedad, marcada por lo económico.
–Mi reflexión en este libro es sociológica, antes que económica. Lo que me preocupa principalmente es el estado generalizado de desconexión en el que se encuentra un buen número de nuestros países occidentales; empezando por el mío, Francia. Están en crisis todos los lugares donde se construyen el vínculo con el otro y el proyecto colectivo: la familia (aumentan los divorcios y crece la soledad de las personas mayores), los partidos políticos y sindicatos (descenso dramático de militantes), el debate ciudadano y democrático (abstencionismo creciente) o la Iglesia, con un desplome de la práctica religiosa. Hoy no paramos de hablar de los bienes comunes, especialmente en materia de gestión de los bienes naturales para luchar contra la destrucción del medio ambiente y la apropiación privada del mundo, pero tenemos cada vez más dificultades para expresar y transmitir el bien común (las costumbres y la cultura) que nos une y nos mantiene unidos.

El individualismo creciente nutre los comunitarismosMathieu DetchessaharProfesor del Instituto de Economía y Gestión de la Universidad de Nantes

–En el libro, relaciona este estado de disolución de los vínculos con la violencia callejera vivida en su país en los últimos años.
–La multiplicación de episodios de disturbios y violencia urbana en Francia demuestra de forma paroxística este estado de disociación. Toda esta situación mantiene un individualismo creciente y nutre, como consecuencia, los comunitarismos. Esto es porque, enfrentados a un aislamiento creciente, las personas se remiten a las comunidades inmediatas, aquellas de lo «mismo», para encontrar algo de colectividad, proyecto y solidaridad: misma religión, mismo color de piel u origen étnico, mismo sexo u orientación sexual… Además, este estado impide la integración de las nuevas poblaciones que llegan a nuestros territorios. La mayor parte de los jóvenes que participaron en los atentados yihadistas de los últimos 15 años en Francia crecieron y se criaron aquí. ¿De dónde viene este estado de desvinculación, de atomización de lo social? Es la culminación de un modelo de sociedad en el que no hemos dejado de profundizar desde hace 40 años y que considero imposible: la sociedad de mercado.
–Definamos los términos del análisis: ¿a qué se refiere con «sociedad de mercado»?
–Es una sociedad que se basa en una concepción muy particular y, francamente, extremadamente pobre sobre qué debería crear el vínculo entre los participantes de una misma comunidad política. Ya no son necesarias la historia, las tradiciones, ni un mínimo de ética o cultura comunes; tampoco lo que el gran sociólogo Emile Durkheim llamaba «la conciencia colectiva» de un pueblo para construir una nación. La sociedad de mercado pretende unir a sus participantes por los meros vínculos económicos. Según esta perspectiva, el interés de cada uno por los intercambios comerciales pacíficos bastaría para la cohesión social y la concordia civil.
El autor de 'El mercado no tiene moral', Mathieu Detchessahar

El autor de 'El mercado no tiene moral', Mathieu DetchessaharIchtus

–¿De qué manera?
–Encontramos aquí la gran idea liberal de los siglos XVII y XVIII, perfectamente sintetizada por Montesquieu, según la cual el comercio suaviza y pule las costumbres. La economía sería, así, un pegamento social eficaz que suscitaría en cada uno un interés por la paz y permitiría prescindir de modelos de integración más ambiciosos que suponen mantener en la comunidad las virtudes de la benevolencia o la preocupación por el bien público. No hay necesidad de una moral común, ya que cada uno, al perseguir únicamente su propio interés, entablará relaciones económicas con los demás, lo que suscitará vínculos de dependencia mutua y conducirá a la paz social. Desde ahí, la sociedad de mercado instala la economía como la única preocupación de la sociedad (crecimiento ilimitado y consumo desenfrenado), ya que una economía dinámica produciría riqueza y pacificaría el concierto de los egoísmos. Este modelo ha llevado poco a poco a la deconstrucción de la cultura común, al repliegue individualista de cada uno sobre sus propios intereses y a la deserción de la esfera pública donde se construye el proyecto colectivo.
–No obstante, identifica la paradoja de que en esta deserción de la esfera pública han sido las grandes empresas quienes se han convertido en agentes morales, con sus accionistas como «monarcas absolutos».
–Sí. De hecho, es bastante divertido constatar cómo en la sociedad de mercado, que ha renunciado a la cultura o a la conciencia colectiva como factor de integración social en beneficio de las dinámicas económicas, la empresa (y, particularmente, la gran empresa) sigue creyendo que no puede haber una verdadera integración social sin una cultura común ni virtudes compartidas. Por eso, las empresas están constantemente «gestionando su cultura» para integrar a los empleados, redactando «cartas de valores», escribiendo códigos de buena conducta directiva, dándose razones de ser o misiones que incluyen cada vez más frecuentemente en sus estatutos… Parecen haber comprendido que la mera lógica del intercambio (trabajo por salario) no basta para movilizar a los colaboradores o crear comunidades armoniosas. Es como si la sociedad de mercado hubiera vaciado progresivamente la esfera pública democrática de todo contenido cultural y moral… para hacerlo reaparecer en el espacio privado, jerárquico y antidemocrático de la empresa, al servicio de objetivos de rendimiento económico. Además, la gran empresa financiarizada es cada vez menos capaz de mantener los compromisos morales que proclama. Mientras apela al apego identitario de sus colaboradores, la primacía del beneficio la obliga constantemente a reestructurar, fusionar, externalizar, transformar e innovar. En resumen, a recomponer permanentemente su cuerpo social.

Los defensores de la sociedad de mercado militan en un único partido: el individualismo integralMathieu DetchessaharProfesor del Instituto de Economía y Gestión de la Universidad de Nantes

–En su ensayo, plantea que la sociedad de mercado actual supera las distinciones clásicas entre izquierda y derecha, porque aúna un liberalismo económico con un liberalismo moral o filosófico. ¿Cuáles serían hoy en día unas categorías más fructíferas para entender y diagnosticar el horizonte político, económico y social?
–El proyecto de sociedad de mercado nos invita a recular con respecto a las categorizaciones políticas a las que nos hemos habituado. Combina, en efecto, el liberalismo económico (estado mínimo, libre mercado y libre intercambio, generalmente asociados a la derecha) con el liberalismo filosófico o moral (libertad de costumbres y conductas vitales, que clasificamos generalmente en la izquierda). La sociedad de mercado las engloba como dos dimensiones indisociables que se alimentan mutuamente: la búsqueda de la eficacia económica encuentra en la suspensión del juicio moral el principio de su expansión infinita. En la ausencia de un bien definido en común, todo podrá entrar en el mercado: créditos que explotan la pobreza de los más desfavorecidos (por ejemplo, los créditos subprime), programas de telerrealidad basura, pornografía, adulterio, procreación… y, mañana, cuerpos para ser aumentados, como nos prometen las empresas tech de Silicon Valley. La sociedad de mercado satisface tanto a los apasionados de la libre empresa y el libre mercado como a los que buscan emanciparse de toda autoridad moral y definir por su cuenta las conductas de la vida legítima. Al final, los defensores de la sociedad de mercado militan en un único partido: el individualismo integral. A esto se oponen aquellos que defienden la idea de que una sociedad armoniosa no puede reducirse a un simple conjunto de individuos, sino que requiere de mecanismos de solidaridad y confianza, basados en unas costumbres, una cultura y una ética comunes.
–Ligado con lo anterior, señala también en un momento que la revolución conservadora de los 80, que promovía el mercado contra el colectivismo, no puede llamarse realmente «conservadora».
–La de los años 80 fue, ante todo, una revolución liberal. Consistía, sobre todo, en desmantelar el Estado social, al que se acusaba de todos los males, y en aplicar métodos para desregular la economía, garantizando una mayor libertad para mercados y empresas. Como escribió Margaret Thatcher en el Sunday Times el 1 de mayo de 1981: «La economía es el método; el reto es cambiar el corazón y el alma». Esta revolución liberó a los poderes económicos de las reglas y normas que regían su funcionamiento. Le dio al capital un poder inmenso de libre circulación, desplazándose a cualquier lugar del planeta en función de las oportunidades de beneficio. Estos poderes económicos no tienen interés en conservar nada, porque se nutren de la innovación permanente para generar nuevas demandas. No paran de soplar por todo el mundo lo que Schumpeter llamaba «el huracán de la destrucción creativa».

El pensamiento social de la Iglesia es un recurso importante para denunciar los callejones sin salida de la sociedad de mercadoMathieu DetchessaharProfesor del Instituto de Economía y Gestión de la Universidad de Nantes

Por tanto, ¿qué significa hoy en día ser «conservador»?
Al contrario de lo que algunos siguen creyendo, la empresa es una institución profundamente progresista y anti-conservadora, cuyo interés se halla en el cambio permanente. Nadie lo ha dicho mejor que Peter Drucker, el gran pensador estadounidense del management, en su artículo The New Society of Organizations, publicado en 1992 en Harvard Business Review: «La sociedad, la comunidad y la familia son instituciones conservadoras. Intentan mantener la estabilidad e impedir, o al menos frenar, el cambio. Pero la empresa moderna es un desestabilizador. (...) Y debe organizarse con miras al abandono sistemático de todo lo establecido, habitual, familiar o cómodo, ya sea un producto, un servicio, un proceso, un conjunto de competencias o incluso un tipo de relación social y humana». El conservatismo, ciertamente, no se opone al cambio, pero no le da valor por sí mismo. Si acepta la innovación, lo hace con prudencia y reflexión, pensando que el legado de las generaciones precedentes contiene siempre una cierta sabiduría que permite la vida en común. En todo caso, la mera rentabilidad de una nueva práctica no es suficiente para convencer a un conservador de que esta participa en la construcción de un mundo mejor.
–A lo largo del libro cita a Mounier y a varios papas, desde León XIII al propio Francisco. ¿Tiene algo que decir la Doctrina Social de la Iglesia al ciudadano de 2023, en esta sociedad de mercado?
–El pensamiento social de la Iglesia es un recurso intelectual importante para denunciar los callejones sin salida de la sociedad de mercado. Contra el individualismo integral, la Iglesia afirma que la felicidad individual es un oxímoron, una contradicción en los términos. Dentro de la perspectiva de la filosofía social cristiana, la persona humana no puede encontrar su propia realización en sí misma, independientemente de su ser «con» y «para» los demás. Nadie es feliz en el seno de una familia rota, en un barrio desgarrado o en un país dividido entre facciones rivales… De ahí que la acción individual siempre se deba orientar, en primer lugar, al servicio del bien común. Es decir, atendiendo a los principios sociales y morales que permiten a los individuos, así como a los diferentes grupos que componen la sociedad, desarrollarse en armonía. La unidad y la cohesión del cuerpo social supone para cada persona la búsqueda y el servicio del bien común, y de este se deriva la posibilidad de disfrutar de bienes sociales como la amistad, la camaradería o el amor. Y de los bienes sociales surge la posibilidad de fundar comunidades productivas efectivas para proveer bienes materiales. En resumen, el pensamiento social cristiano nos lleva a poner la política en orden: lo primero es el bien común, y a partir de él nacen los bienes sociales y materiales que contribuyen a la felicidad de una sociedad.
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