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25 de abril de 2024

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Christopher Hartley Sartorius, misionero entre los más pobres

Sacudir a la industria azucarera fue la sentencia para el misionero Christopher Hartley

En República Dominicana, Christopher Hartley Sartorius comenzó una batalla por los derechos de los trabajadores de las plantaciones de azúcar, poniendo bajo la lupa internacional este comercio perverso. Ahora está con los más pobres en Sudán del Sur

El padre Christopher Hartley Sartorius, sacerdote misionero desde hace 40 años, actualmente destinado en la diócesis Tombura-Yambio, (Sudan del Sur). En República Dominicana, comenzó una batalla por los derechos de los trabajadores de las plantaciones de azúcar, poniendo bajo la lupa internacional este comercio perverso. 40 años de sacerdocio dedicado a los más pobres.
El sacerdote Christopher Hartley ha concedido una entrevista para El Debate, en la que hace balance de sus 40 años como misionero. Actualmente está destinado en Sudán del Sur, entre los últimos y los olvidados.
–Madre católica, padre anglicano, ¿cómo se vivía la fe en su casa?
–Somos católicos por mi madre, mi padre era anglicano. Mi padre se convirtió después de mi ordenación sacerdotal, tuve la gracia dos años después de mi ordenación de recibir a mi padre en la Iglesia Católica, yo tenía 25 años, me ordené con 23 años, con dispensa del Código de Derecho Canónico, porque no tenía ni siquiera la edad mínima para ser sacerdote.
El día que supe que mi vida estaba en un seminario, lo dejé todo. Volví del colegio a las 17:30 de la tarde, tiré los libros encima de la cama, yo odiaba el colegio, la vida era un asco. Con 15 años teniéndolo absolutamente todo y una familia maravillosa, en ese momento me di cuenta de que Dios me amaba y que quería ser sacerdote. Y dos horas después llegó mi padre de la oficina, que era anglicano, y fue al primero que se lo dije.
Encontré un sacerdote, a quien le dije en una confesión que estaba pensando ser sacerdote, que mi único pecado que le dije en la confesión es que quería ser sacerdote. Y me tuvo una hora de rodillas hablándome. Entré con 15 años, terminé el bachillerato y jamás volví a mirar para atrás. Nunca he tenido la menor duda y he sido el hombre más feliz del mundo. Tan simple como eso.
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OMP

–Ya como sacerdote diocesano de Toledo, ¿cuál fue su primer destino?
–Sólo he estado 22 meses en Toledo como diocesano. Todo lo demás he sido siempre misionero, porque cuando tenía 17 años ya estaba en primero de Filosofía, conocí a la Madre Teresa de Calcuta y eso cambió mi vida para siempre.
Era el día de Navidad de 1976 y estábamos mis hermanos y yo con mi padre, mi madre estaba cuidando a un pariente, una gran obra de misericordia. Mi padre nos dio los regalos: el mío era un libro sobre la Madre Teresa de Calcuta, en ese momento me callé, y cuando vi esas fotos dije 'yo toda mi vida me voy a dedicar a esto'.
Cuando me ordené, don Marcelo González Martín quería que fuese a la Academia Pontificia para ser diplomático, por los idiomas, y yo le dije: «Yo venía a pedirle permiso para irme con la Madre Teresa de Calcuta a cuidar a los más pobres de los pobres». Me pidió que me quedara dos años en la diócesis y en 1984 la Madre Teresa me llevó a Nueva York, por 13 años, incluidos los tres años en que el cardenal de Nueva York me mandó a estudiar a Roma, volví a Nueva York y en 1997 le pedí permiso al cardenal O´ Connor, para ir de misionero a República Dominicana, donde pasé 10 años.
–De Toledo, lo envían al Bronx. Cuéntenos esos años allí.
–Fue una petición de la Madre Teresa; de su puño y letra de cuatro páginas, al cardenal don Marcelo González Martín. Debe estar en los archivos del Arzobispado. Le lleve al señor Cardenal una carta manuscrita de la Madre Teresa para que me autorizara a irme a un proyecto misionero que empezaba en Nueva York, no para quedarse a evangelizar sólo Nueva York, sino para salir por el mundo entero.
No todos los sacerdotes son misioneros. El misionero coge sus maletas y se larga sin billete de vuelta. No soy un turista a la misión. Y hay mucho turista por la misión: laico y religioso. Yo no voy a ningún lado, a mí me mandan, no soy un voluntario.
En Nueva York llegó un momento que estaba muy desasosegado, metido en el escalafón eclesiástico y tuve la gracia más grande de toda mi formación sacerdotal para mi vida: el venerable José Rivera. Le conté que la jerarquía de la Iglesia me daba miedo y vértigo, y me contestó: «Es mucho más importante elegir a los pobres y no a los cardenales».
El tope fue al hacerme párroco de la antigua catedral de San Patricio en Manhattan, que es bastante diferente de estar corriendo por las calles del Bronx a tiro limpio, y me di cuenta del daño que me estaba haciendo.
Le planteé al cardenal de Nueva York el deseo de ir a la República Dominicana con mi amigo el padre Antonio; me dio permiso para discernir y me fui a la parroquia vecina de donde estaba él, a San José de los Llanos, que llevaba diez años sin sacerdote, y eso sí que es misión; había sitios donde nunca se había celebrado misa.
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Misiones Toledo

Se puede ser perfectamente ortodoxo y perfectamente mundanoChristopher Hartley

–¿Por qué o por quién debemos rezar?
–Por la santidad de los obispos y los sacerdotes. Pueden decir lo que quieran. No son palabras mías, son palabras de don José Rivera, que las tengo escritas precisamente por la falta de santidad. Gravísima falta de santidad en los obispos y en los sacerdotes. Lo que don José llamaba la mediocridad.
Lo peor es que en la Iglesia son los buenos obispos y los buenos sacerdotes, porque hay un abismo mucho más grande entre bueno y santo que entre malo y bueno. Es verdad, pues de ser santos somos muy pocos santos. Siempre me ha quedado una cosa en el corazón, qué pena no haber sido más santo cuando estaba en tal sitio.
He estado 40 años en Misiones y siempre digo, porque san Francisco Javier estuvo 9 años y yo llevo 40, no comparemos la obra suya con la mía, no es cuestión de los años. Es: ¿qué has hecho? Lamentablemente en la Iglesia hay muchos obispos y muchos sacerdotes completamente irrelevantes, buenas personas, pero irrelevantes que no dejan huella. ¿Qué vidas cambiaste? ¿Con quién pusiste en contacto a Jesucristo?
Lo doloroso, cuando vengo a España, es la sensación de la irrelevancia de la Iglesia, de buena gente que hace sus cositas, que tiene su parroquia, hay una expresión fantástica en inglés que dice «es como barrer la cubierta del Titanic». El drama del mundo de hoy es la falta de santidad: más santos, igual a más vocaciones.
El termómetro más fiable de la Iglesia es la falta de vocaciones a la vida contemplativa; en los monasterios y en las misiones es donde tú ves la fecundidad de una diócesis, o de una familia, o de un matrimonio o de una parroquia. Cómo es posible que miles de personas vengan a este edificio, me vean todos los domingos y nadie quiere ser como yo. Al sacerdote, lo ven como un funcionario.
Don José Rivera lo decía de la archidiócesis de Toledo, está perfectamente establecida, anclada en la mediocridad, somos muy buenos, muy ortodoxos, todos vestimos de clerman, pero tú vete a decirle necesitamos diez curas en África. ¿ Cuántos se van?
–¿Habla entonces de una Iglesia mundana?
–El Papa Francisco habla muchísimo de esto, de la mundanidad, y no nos damos cuenta que se puede ser perfectamente ortodoxo y perfectamente mundano. El Papa Juan Pablo II dijo: «Comprométanse en todas las causas justas de los trabajadores». Los que se meten en eso son rebeldes, desobedientes, comunistas... Porque un buen sacerdote no está defendiendo los derechos de los trabajadores con todos los abusos que se dan aquí en España. La Iglesia emite documentos, propuestas, planes, asambleas. El otro día me quedé pensando en los documentos que publica la Conferencia Episcopal Española, el esfuerzo que pondrán en redactarlo. ¿Pero alguna vez se han parado a pensar? ¿Tú crees que esto lo lee alguien?
–¿En qué momento le cambia la vida? ¿Fue en República Dominicana?
–Hay una pregunta que me cambió la vida y fue al llegar a República Dominicana. Mer preguntaron: «¿Eres valiente?». Yo con los ojos a cuadros. Pero me la tuve que hacer.
Todo el mundo me habló del Buen Pastor que da la vida, pero nunca nadie me dijo tengo que ser valiente, porque la valentía no es una virtud sacerdotal.
Llegué a San José de los Llanos, por allí no había pisado una sandalia franciscana en la vida.
A la semana de llegar de Manhattan, ahí se me presenta una religiosa, una hermana scalabriniana, trabajan con emigrantes. Me preguntó si yo era el nuevo párroco y me dice: «Usted sabe que tiene prohibida la entrada en los bateyes de los Vicini». Yo no sabía que era un batey y me contó que hace unas semanas mataron a un amigo del padre Antonio.
A los tres meses vino un chico de los bateyes y me preguntó: «¿Es usted el nuevo sacerdote, es verdad que nunca va a venir a darnos misa en los bateyes?». Me sentí tan, tan humillado... Dios me decía a gritos que estaba abandonando a esas personas.
La primera vez fuimos al primer batey, el más cerquita; para salir corriendo si hacía falta. Así, empecé a ir a otro batey y luego empecé a entrar más adentro y más adentro, en el cañaveral. Tres años viendo pobreza y miseria.
En un acto político del presidente Leonel Fernández, en mi zona, me invitaron a dar unas palabras de bendición. Pedí consejo a la abogada de la Iglesia, la doctora Noemí Méndez. Ella me confirmó que era una manipulación, pero me animó a ir. Nunca tendría la oportunidad de hablar al presidente. Escribí un discurso no con valentía, sino con inconsciencia.

Lo que es invencible es la caridad, que es lo que deja el signo de interrogación en el corazón del que no conoce a Jesucristo

«¿Señor presidente, se dio cuenta cómo ha llegado usted a la antesala del infierno?» Permítame que le describa brevemente en qué consiste este infierno. De una bendición que me pidieron, solté un discurso, que terminaba diciendo: «La prueba de que la bendición de Dios ha descendido sobre su persona y la altísima responsabilidad que tiene sobre la nación es que usted haga algo por estas personas. Si no lo hace usted, las bendiciones de Dios no le han servido para nada».
Así empezó a cambiar mi vida. La lucha más dura fue del 2000 al 2003. Vine a España, en octubre del 2002, y encontré un magnífico periodista, Ildefonso Olmedo, de la sección de Crónica de El Mundo. Le debo mi obra misionera. Hizo un reportaje y a la vez fui acusado ante el Vaticano, ante mi arzobispo de Toledo, don Braulio (en esa época). Soy una persona odiada por el gobierno dominicano y por las famosas familias multimillonarias.

Le debo mucho de mi seguridad al actual Rey Felipe VI

–¿Cómo fueron los años posteriores a su discurso?
–Tuve protección policial, del 2004 a 2006. Le debo mucho mi seguridad al actual Rey Felipe VI. Cuando Felipe iba a alguna toma de posesión en países de Latinoamérica, representando a su padre, dejaba claro ante todos que me conocía y que éramos muy amigos.
Venían a dormir a casa para protegerme. Esa gente me decía: «Usted se puede marchar a su país, ¿nosotros a donde nos marchamos?». Tenían toda la razón, que para mí era muy fácil ser heroico. Yo me pude permitir el lujo, el triste lujo, de que me echaran, a ellos no los van a echar de su país.
Yo soy un exiliado ahora por culpa de la Iglesia. La Iglesia se cansó de luchar, no luchó por estas personas y los abandonó. Me fui, no ha vuelto un sacerdote allí, no ha vuelto un obispo allí y la mayor parte de la gente a la que yo evangelicé se han hecho evangélicos y protestantes, porque la Iglesia los abandonó. Ellos me dicen: «Hasta Dios nos ha dado la espalda».
La Iglesia habla mucho y hace muy poquito. Yo aplico la teología de los signos de credibilidad, que es dar de comer al que tiene hambre, a dar de beber al que tiene sed.
–¿Cómo llega a Etiopía?
–En el 2012, mi padre, se estaba muriendo. A los pocos meses voy a hablar con el cardenal de Toledo, Cañizares. Me ofrecía irme con las monjas de la Madre Teresa a Etiopía, la misión estaba entre Somalia y Etiopía, una zona llena de musulmanes radicales.
Celebré misa solo durante siete años, tuve el privilegio de verme en una situación y ponerla en práctica, lo que me enseñaron en el Seminario, el fruto de la liturgia, de una liturgia a la que nadie iba a asistir nadie. Era un dolor grandísimo. Pero la gente iba a recibir el fruto de la Eucaristía, que es la caridad; que era la que yo tenía que manifestar por esas calles polvorientas de ese rinconcito de África, yendo a los hospitales, visitando a los enfermos, haciendo el bien que pude hacer durante aquellos años. Lo que es invencible es la caridad, que es lo que deja el signo de interrogación en el corazón del que no conoce a Jesucristo. Estoy en África hace 15 años.
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