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02 de mayo de 2024

Nietzsche

Friedrich Nietzsche

¿Por qué Nietzsche odiaba la fe cristiana?

¿Por qué negarse a uno mismo si, en el fondo, toda nuestra acción se reduce a trascender y a no quedar olvidado en las cunetas de la historia?

Para el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, la afirmación cristiana «niégate a ti mismo» era imposible de concebir, si tenemos en cuenta su tensión por construir un «super hombre» no dependiente de nada ni de nadie por encima de su propia voluntad.
¿Por qué habría que negarse a uno mismo –se preguntaría el filósofo vitalista– si en el fondo, toda nuestra acción se reduce a trascender para no quedar olvidado en las cunetas de la historia?
Seguramente, conocemos la indignación que suscitaba en él esta exigencia del Evangelio y la animadversión que le producían los cristianos ya que, a su juicio, ellos mismos habían trastocado el mensaje evangélico hasta reducirlo a la nada, tal y como como habían reducido a la nada la voluntad humana, al entregarla a un dios que alentaba la fragilidad.

El loco de la linterna

En El anticristo, Friedrich Nietzsche dedica gruesas palabras contra el cristianismo, al que llama «la gran maldición, la gran corrupción soterrada, el gran instinto de la venganza para el cual ningún medio es bastante pérfido, furtivo, subrepticio y mezquino; lo llamo, en resumen, la mancha inmortal de la humanidad».

¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinosFriedrich Nietzsche

Sin embargo, es en La gaya ciencia donde explica más abundantemente el origen de esta doliente animadversión, como si al cristianismo, en definitiva, lo hubieran agotado los propios seguidores de Jesús.
En La gaya ciencia afirma: «¿No oísteis hablar de aquel loco que en pleno día corría por la plaza pública con una linterna encendida, gritando sin cesar: '¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!'. Como estaban presentes muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron la risa. (...) El loco se encaró con ellos, y clavándoles la mirada, exclamó: '¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos'. Pero ¿ cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender a la Tierra de la órbita del sol? (...) ¿No caemos sin cesar? ¿No caemos hacia adelante, hacia atrás, en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío (...)? ¿No hace más frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada? (...) ¡Dios ha muerto! (...) ¡Y nosotros le dimos muerte! ¡Cómo consolarnos nosotros, asesinos entre los asesinos! Lo más sagrado, lo más poderoso que había hasta ahora en el mundo ha teñido con su sangre nuestro cuchillo. ¿Quién borrará esa mancha de sangre? ¿Qué agua servirá para purificarnos? (...) La enormidad de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros?».

Es necesario acercarse a este centro y corazón de la revelación con la discreción de quien escucha el SilencioBruno Forte

No es aniquilación

Sin embargo, el creyente, si es consciente de la dinámica de su fe, debe hacer una precisión: Jesús no pide la aniquilación de la personalidad, del pensamiento humano; tampoco pide una adhesión irracional e inhumana a su palabra. Con la negación de uno mismo, Dios pide una apertura más allá del gusto, de la opinión, o de la propia medida. Dios pide una apertura original al Misterio que es Él mismo al revelarse en Jesús, tal y como muestra el Evangelio, sin violencia ni imposición alguna. De hecho, es el mismo Jesús quien llama a un uso adecuado de la razón para comprender quien es él y para qué se ha encarnado.
«Creed en mis obras» no será, por tanto, una imposición tajante a la que someterse, sino la llamada de Jesús a aquellos que asisten a sus actos y sus palabras para que se pregunten por aquello que tienen ante sus ojos.
El filósofo alemán no pudo entender desde sus coordenadas que «negarse a sí mismo» no es una aniquilación del yo hasta la muerte y la desaparición, sino una afirmación de la vida más grande recibida por Dios: fuente de la belleza y la alegría. «Negarse a uno mismo» significa para el cristiano la apertura a otro criterio que no es el suyo propio; es más un salir de sí mismo, de la medida necesariamente pequeña de la razón humana para abrirse a otro lenguaje más amplio: el del verdadero amor de Dios: su Palabra, expresada en la Creación y en la encarnación de su ternura en la persona de Jesús.

Una apertura humana

A propósito de esta postura de negación, que es más una apertura de la medida a alguien más grande, el teólogo Bruno Forte señala que «es necesario acercarse a este centro y corazón de la revelación con la discreción de quien escucha el Silencio para dejar hablar a la Palabra».
«Tal cosa, –continúa Forte– exige liberarse de la falsa comprensión radical del concepto de revelación, producto de la ideología moderna», tan profundamente arraigada en pensadores como Nietzsche.
El Dios de la venida, el Dios que se encarna «no es el Dios de las respuestas inmediatas a todas las preguntas, ni el Dios de las certezas a bajo precio, sino el Dios exigente que, amando y entregándose, se oculta e invita a salir de sí mismo en una salida sin retorno que conduce a los abismos de su Silencio», afirma Forte.

Un juicio crítico de la razón

Por eso, y respondiendo a la animadversión del filósofo alemán, Forte señala que la posición del discípulo que se niega a sí mismo, que sacrifica su propio criterio «deberá ponerse a la escucha del Silencio, del cual el Verbo precede y al cual invita. Adorar, contemplar, amar, es lo específico de la fe que reconoce a Jesús como Palabra eterna salida del Silencio».
«Si el cristianismo es la religión de la revelación y de la obediencia de la fe», a juicio de Bruno Forte, «no podrá ser confundido con ninguna ideología», hecho este que, tal vez, confundió a Nietzsche, que vio en el cristianismo un sistema de ideas que empobrecía al hombre, «ni podrá ser considerado el sostén de una de las fuerzas que entran en el juego de la historia».
Todo lo contrario, porque, precisamente, «la fe en la revelación de Jesús, el Verbo eterno venido en carne, es alimento de una permanente vigilancia crítica que relativiza todas las palabras humanas, confrontándolas con la única Palabra que sale del Silencio y que es su puerta». Por tanto, el cristianismo, lejos de ser una religión de la negación, de la irracionalidad y la aniquilación de la razón, es la religión de la apertura a las preguntas y al Misterio de la vida que nos rodea. «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?», pregunta Jesús a sus interlocutores, como invitándoles a dar razones de una excepcionalidad que, por desgracia, tantas veces, empañan los propios cristianos, tal y como intuyó el propio Nietzsche.
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