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26 de abril de 2024

EDUCACIÓN EN LIBERTAD
José Luis Bazán

No hay tribu educativa que valga

Actualizada 15:57

En los últimos años, se ha popularizado evocar el proverbio africano que reza Para educar a un niño hace falta la tribu entera, con la pretensión de defender un paradigma que trascienda la familia como núcleo educativo primigenio. Que la exposición de un niño a la conducta y la palabra de terceros ajenos a la familia puede influirle, en ocasiones de manera central, en la conformación de su conciencia personal y social, queda fuera de toda duda como mero factum. No solo nos referimos, a este respecto, a la escuela, donde se debe primordialmente dar instrucción y, si acaso educación siempre que esté en concordancia con las convicciones paternas. También a esos «terceros» que conforman un amplio espectro social, desde los «compis» de travesuras o los vecinos del barrio a los amiguetes del club de fútbol o los (desconocidos, pero cercanísimos) protagonistas de la serie de moda en Netflix.
No somos islas, ni los niños, ni los adultos, y todos influimos, en mayor o menor medida, sobre los demás. Pero al realizar estas consideraciones nos movemos siempre en el terreno de los hechos, que, por otro lado, no son un mero fatum, una especie de destino inexorable, ni tampoco una mano invisible que, queramos o no, organiza nuestras vidas de la mejor manera posible. Por ello, es particularmente importante determinar quién tiene el derecho y la responsabilidad educativa de los niños en primer término y en última instancia.
Así, es primordial clarificar quién tiene la potestad y legitimidad para cambiar al niño de colegio porque cree que no le conviene a su desarrollo ese entorno escolar, prohibir que visione contenidos televisivos o youtubescos, o estudiar religión judía, musulmana, católica o, simplemente, ninguna de ellas. ¿Son, o deben ser estas unas decisiones que hemos de atribuir en derecho a pedagogos, funcionarios del ministerio o consejería de educación, o al imán, rabino, sacerdote o maestro masónico? ¿Quién decide qué contenidos morales deben ser transmitidos a cada niño, y qué debe serle mostrado como éticamente aceptable o no, como modelo a imitar o propuesta a rechazar?
La educación no es un proceso tribal. Las tribus, ciertamente, transmiten sus creencias, rituales y mitos a sus miembros, sus usos y costumbres, pero el tribalismo es la negación de la sociedad avanzada. Su primitivismo es incompatible con la condición presente de la humanidad, su progreso moral, técnico y material. No niego el derecho a vivir en tribu de quien así quiera existir, pero niego que sea el paradigma que pueda imponerse en nuestras sociedades avanzadas, y mucho menos aún, que sea deseable tenerlo como referencia de organización social y educativa.
La actitud tribal, introvertida y enquistada, tiende a la tensión con otras visiones, cuando no a la discordia. Si el modelo que proponemos se basa en la amistad social y la concordia como fundamento de la convivencia civil, la mentalidad y la realidad tribal (incluida la idea de la «tribu educativa») deben ser rechazadas.
La alternativa a la tribu como última instancia social y vital es la familia como comunidad natural y no ideológica, primera y primigenia, de hecho y de derecho, célula básica de la sociedad, con identidad propia y derechos soberanos, también en el ámbito educativo. El tantas veces invocado interés superior del menor debe interpretarse no de forma aislada (y, menos aún, contrapuesta a la familia), sino como principio intrafamiliar: no es ni puede ser un argumento estatal de deconstrucción familiar.
La familia no es una tribu porque está por naturaleza abierta a la generación de nuevas familias, más allá de los miembros que la componen en cada momento. Desde este punto de vista, la nación sería una «familia de familias». Y, según la perspectiva cristiana, incluso la nación como realidad con identidad propia, pero no tribal, está abierta a otras naciones, en la comprensión última de que, ante Dios, exista una sola familia humana.
Es la familia, por tanto, y no la tribu (ni siquiera en términos metafóricos), el punto de partida para encauzar la realidad humana tal y como su propia naturaleza exige, también en el ámbito educativo. El hecho de que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ratificado por España y publicado en el BOE, por lo que es derecho español en vigor) en su Artículo 23.1 afirme que «la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado» genera obligaciones jurídicas (no solo morales) tanto para una como para otro.
La familia precede a la sociedad y al estado, que deben actuar subsidiariamente en relación con aquella, y auxiliarla dando a los padres, que gozan de la patria potestad (verdadera potestad, y no mera función paterna), las ayudas que necesitan para asumir de forma adecuada todas sus responsabilidades. Esto no es ideología, es derecho: este auxilio lo exige el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales en sus Artículos 7 (a) (ii), 10 (1) y 11 (1).
Los padres son los decisores primeros, primarios y primordiales de la educación de sus hijos, y la sociedad y el estado deben respetar este derecho y asistirles en su ejercicio. El «sus» no es aquí en absoluto una expresión de propiedad alguna, como malintencionadamente ha querido hacerse ver al afirmarse que los hijos «no eran de los padres» (¿es que acaso se quiere decir que son del Estado?).
Los hijos son de los padres por vínculo paternofilial, lo que jurídicamente se expresa en una serie de derechos que son auténticos derechos humanos y fundamentales, por tanto, inalienables, entre los cuales se encuentran: el derecho preferente a escoger el tipo de educación para sus hijos (Artículo 26 (3) de la Declaración Universal de Derechos Humanos), el derecho a elegir una escuela no estatal y a que sus hijos «reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» (Artículo 13 (2) (3) del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y 18 (4) del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; Artículo 2 del Protocolo I del Convenio Europeo de Derechos Humanos).
La Carta de los Derechos Fundamentales de la UE, en su Artículo 14, es incluso más amplia y explícita al reconocer el «derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas.» Esta última palabra («pedagógicas») bien puede ser interpretada como una cobertura legítima para la educación especial o la educación diferenciada, si bien, como es sabido dicha Carta Europea solo es legalmente invocable cuando se aplica una norma del Derecho de la UE.
Hablar de «tribu educativa», con una clase política obsesionada por el mantra acrítico de la inclusión como palabra talismán (según diría López-Quintás), constituye paradójicamente una apelación al primitivismo excluyente, cuando no (y eso sería peor) una forma postmoderna de crear la megatribu del pensamiento único, del «conmigo o contra mí», de la corrección política que solo admite adhesión y fervor y se comporta inquisitorialmente con el disidente crítico.
Solo un estado social y democrático de derecho que consagra la libertad educativa y tutela y promueve en su integridad el derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus convicciones, está en condiciones de asegurar la diversidad y el pluralismo, y no el establecimiento de un canon educativo estatal monocromático que, de ser desafiado, genera un mecanismo de expulsión del sistema que puede llegar a la censura, el ostracismo, la muerte civil y, en algunos casos, la cruda represión. De la democracia habríamos entonces pasado a la demagogia, algo que no solo se respira en el ambiente, sino que ya se empieza a palpar en el lenguaje y la praxis política, y puede leerse en el BOE nuestro de cada día.
  • José Luis Bazán es Doctor en Derecho

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