El artículo «Amar bien la tierra», del que es autora la periodista Mercedes Barona, ha sido galardonado con el premio Jaime de Foxá de periodismo venatorio que se otorga desde 1996. El artículo de Barona se publicó en ABC de la Caza el 5 de julio de 2021. En este texto denuncia el ecologismo de salón y reivindica la caza para hacer un control de poblaciones natural y no el ordenado desde despachos y ejecutado por funcionarios. El premio está dotado con una medalla, obra de Lalanda, y 3.000 €.
Mercedes Barona es sevillana de nacimiento y extremeña de corazón. Criada en Plasencia en una dehesa familiar entre encinares, caballos y reses. Periodista de profesión, tiene una columna semanal en el Periódico Extremadura y dirigió la revista Vivir Extremadura sobre gastronomía y naturaleza.
El jurado que otorgó el premio estaba compuesto por Ramón Pérez-Maura García como presidente, César Fernández de La Peña como secretario y como vocales la presidenta del Real Club de Monteros Carmen Basarán Conde, Julián Coca Borrego, Juan Delibes de Castro, Pablo Capote Urosa, Jaime de Arana Muguruza, Javier Hidalgo de Argüeso y Luis de la Peña Fernández-Nespral como ganador de la edición anterior.
Desde su creación en 1996 han recibido el premio
prestigiosos escritores y periodistas entre los que están Miguel Delibes, Alfonso Ussía, Raúl del Pozo, Antonio Pérez Henares, Mónica Fernández Aceituno, el marqués de Laula, Tico Medina, Juan Delibes de Castro, Arturo Pérez Reverte, Ramón Pérez-Maura o Luis Ventoso.
A continuación, por su interés, reproducimos el artículo galardonado.
Amar bien la tierra
Mercedes Barona
Aquellas noches de verano mi abuela salía al jardín, cogía luciérnagas de los arbustos y se las ponía en la cabeza, entre el pelo, como una diadema intermitente que tuviera vida propia. Los grillos hacían coros escandalosos y juerguistas a los cárabos sobre el chopo, y las salamanquesas se empeñaban en comerse todo lo que se acercaba a la luz del porche.
Se veían por aquel entonces cerca de la casa escarabajos peloteros y otros que parecían pequeños rinocerontes; las perdices y sus perdigones se atravesaban por el camino de la era y los conejos se multiplicaban despreocupados entre las jaras.
Era un tiempo en el que las personas estaban ligadas al campo y a las estaciones, esto es, a la vida.
En esas casas se criaba un cerdo al año para la matanza, se ordeñaban vacas, se recogían los huevos a diario. Y se trabajaba el suelo, se elegían los cultivos más propicios, se abonaba, se dejaba descansar la tierra, se aprovechaba el agua, y se cazaba conociendo y respetando los plazos de cría de las distintas especies, ya que de su conservación dependía también el alimento de mañana. Porque pensaban en el mañana, ellos, los primeros interesados en respetar y mantener el ciclo de la vida de cada zona. Como quien tiene su casa limpia y presentable y a todos los vecinos contentos. Y sabían cómo hacerlo.
Contar todo esto a mis hijas es hablarles de unicornios o hadas. Ahora no se puede desbrozar la maleza, está controlada la saca de corcho, la pesca te convierte casi en un delincuente, se aleja al hombre de la naturaleza y se pierden saberes milenarios; no hay luciérnagas, perdices ni conejos, ni se ven apenas gorriones desde hace décadas.
Sí tenemos muchas cigüeñas todo el año, que acabaron con las ranas; muchos pesticidas que eliminaron los insectos; plazos de caza decididos por burócratas desde lejanos despachos, tan lejanos como de la realidad está esa visión urbanita de regir la vida rural BOE en mano y a partir de panfletos de algunos iluminados sobre el carril bici y las ballenas en Groenlandia.
Control de poblaciones
No es cierto que no haya que seguir controlando, por ejemplo, las poblaciones de jabalíes o de corzos. Pero la sociedad descafeinada y pusilánime prefiere mirar a otro lado y prohibir la caza mientras, desentendida, deja que otros, más fríos y menos expertos, eliminen los ejemplares sobrantes con métodos asépticos e ineficaces, como ha sucedido recientemente en el Parque Natural de Monfragüe. Lo que no se ve no existe, dicen.
Cuando quienes toman las decisiones que afectan al campo lo hacen asesorados por community managers, pensando solo en la imagen y no en la realidad, se quiebra ese frágil equilibrio existente entre la vida natural y la intervención del ser humano. Y de esa quiebra resultan perdedores, siempre, los eslabones más débiles, en este caso la fauna y vegetación que se dice proteger.
Mi abuela y vuestros abuelos amaban la tierra con sabiduría, sin postureos ni alharacas, sin planteárselo y sin declaraciones subrayadas o proyectos titulados en negrita; amar la tierra (amar lo que y a quien sea) es respetarla, conocerla y disfrutarla; es dejarla libre de reglas extrañas, interesadas y lejanas; es saberla imprescindible, cuidarla, usarla y descansarla. Como ella hace con nosotros.