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Abecedario filosóficoGregorio Luri

De Berlin a Boswell

Rousseau había declarado que el momento en que abandonamos nuestro estado primigenio fue el mismo en el que «cada uno empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado por ellos»

Actualizada 04:15

Berlin, Isaiah

Cuando Anna Ajmátova conoció a Isaiah Berlin le recitó pasajes de Réquiem, el poema que había tardado veinte años en concluir y que sólo existía en la memoria de algunas mentes arriesgadas. Poseer una copia escrita del mismo era exponerse a una sentencia de muerte.

Bernardo de Claraval

En una de sus cartas, el abad cisterciense Bernardo de Claraval (1090-1153) describe a Pedro Abelardo -el de Eloísa- como un hombre diferente de sí mismo: «homo sibi dissimilis». ¡Para que después vengan los posmodernos a teorizar sobre la diferencia y la evanescencia del sujeto.

Bierce, Ambrose

«El Principio moral y el interés material»:

Un Principio Moral se encontró con un Interés Material en un puente por el que sólo podía pasar uno de los dos.

- ¡Agáchate, inmundicia –gritó el Principio Moral-, y déjame pasar!

El Interés Material lo miró fijamente a los ojos sin decir palabra.

- ¡Ah! –dijo dudoso el Principio Moral-. Echémoslo a suertes y así sabremos quién ha de retirarse para que pase el otro.

El Interés Material mantuvo su silencio impertérrito y la mirada fija.

- Para evitar el conflicto – prosiguió el Principio Moral-, me agacharé para que puedas pasar por encima de mí.

- Mi manera de andar es un tanto especial. Mejor será que te eches al agua -replicó el Interés Material.

Y eso fue lo que ocurrió.

Bienestar

Nietzsche, El ocaso de los ídolos: «El hombre que se ha liberado, y ¡cuánto más el espíritu que se ha liberado!, pisotea la despreciable manera de bienestar con la que sueñan tenderos, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y otros demócratas. El hombre libre es guerrero».

Bondad y poder

Carl Schmitt: «No creas que ya eres bueno por el mero hecho de no tener poder».

Brooks, Louise

Mi admirada Louise Brooks, Pandora eterna, encargó a su hermano que grabara el siguiente epitafio en el mármol de su tumba:

«La manera como he llevado mi vida me llena de horror. He fracasado en todo: en ortografía, en aritmética, en equitación, en natación, en tenis y en golf; en la danza, el canto y la comedia; en los papeles de esposa, amante, puta y amiga. Ni tan siquiera he tenido éxito en la cocina. Y no puedo recurrir a la banal excusa del ‘no lo he intentado’. Lo he intentado con todas mis fuerzas.»

Su caritativo hermano no cumplió este deseo y le ofreció así su postrer fracaso.

Boswell, James

Los jóvenes aristócratas británicos de los siglos XVIII y XIX consideraban que su formación no había concluido hasta haber realizado «el Grand Tour», un largo viaje por el continente en el que visitaban tanto los lugares románticos de la cultura clásica como los salones ilustrados. Uno de ellos fue James Boswell, si bien lo que él buscaba era otra cosa. Él andaba en pos de grandes personajes a cuyos pies pudiera sentarse para sentirse grande… Sabía que contaba con el privilegio de un notable don de gentes ( «el arte de ser fácil y hablador») que le abriría las puertas necesarias.

Mientras se acercaba al pueblo alpino de Môtiers (Suiza), en busca del exiliado Rousseau, leía las obras de éste con entusiasmo creciente. Ante el paisaje que iba descubriendo, que era el de La nueva Eloísa, era fácil soñar con el hombre natural, un hombre que sabía lo que quería porque, paradójicamente, entre sus deseos no entraba el de conocerse a sí mismo. Vivía en la plenitud del instante presente y por eso era más feliz que nosotros, que pretendiendo conocernos, problematizamos nuestros deseos hasta el punto de consumir nuestra vida huyendo del presente.

Rousseau había declarado que el momento en que abandonamos nuestro estado primigenio fue el mismo en el que «cada uno empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado por ellos». Es decir, el momento en que la estima pública se convirtió en valor y «el que cantaba o bailaba mejor, el más hermoso, el más fuerte, el más inteligente o el más elocuente, se convertía en el más considerado, y éste, entonces, era el primer paso hacia la desigualdad y al mismo tiempo hacia el vicio». A partir de entonces nos convertimos en mendigos del reconocimiento ajeno.

Y ahí estaba Boswell, llamando a la casa de Rousseau, el 3 de diciembre de 1764, en busca de su reconocimiento. Era uno más del flujo insistente de visitantes que se abría paso hasta la casa de madera donde el filósofo vivía con Thérèse Le Vasseur.

«Oh, filósofo caritativo -le pidió-, te ruego que me ayudes. Mi mente es débil pero mi alma es fuerte. Enciende esa alma, y el fuego sagrado nunca será extinguido.»

Rousseau le contestó: "Vivo aquí en un mundo de fantasías y no puedo aceptar el mundo tal como es”. Tenía cincuenta y dos años, sufría de una estenosis de la uretra que lo obligaba a no alejarse mucho de su bacinilla y vestía un caftán armenio.

«¿Qué pasa con la expiación de mis pecados?» Le preguntó el escocés en el transcurso en una de sus conversaciones.

«Haz el bien. Cancelarás toda la deuda del mal.»

«¿Quiere usted, señor, asumir mi dirección espiritual?»

Rousseau, sorprendido por la pregunta, se excusó, alegando que solo podía ser responsable de sí mismo”. Pero le dio un consejo: «Lo que, sin duda, uno debe hacer, es vivir hasta el final de sus días, que no nos pille la muerte sin haber vivido».

Boswell salió de aquella casa impregnado de emociones profundas y propósitos regeneradores, pero todo ello se desvaneció al llegar a Italia. Dispuesto a vivir, no se ahorró ningún placer. «La disipación y el libertinaje… renuevan la mente», llegó a escribir.

Antes de viajar a Italia pasó por Ferney, a visitar a Voltaire, que vivía como un aristócrata, rodeado de lacayos y cortesanos. Le sorprendió que estimara especialmente la amistad de un jesuita, el padre Adam, con quien jugaba cada día al ajedrez, perdiendo reiteradamente. Esto le producía tal enfado que lanzaba contra su amigo las piezas como si fueran dardos, obligándolo a buscar refugio en un armario.

«Adam, ¿ubi es?» le gritaba.

«Voltaire era todo chispa», concluye Boswell.

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