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Ilustración: eutanasia

Lu Tolstova

La cultura de la muerte, en aumento: 426 personas recibieron la eutanasia en 2024 en España

Estos datos, lejos de avalar esta controvertida práctica como un avance, deberían impulsar una profunda revisión del modelo

El Ministerio de Sanidad ha hecho público el Informe Anual de 2024 sobre la Prestación de Ayuda para Morir, un documento que, bajo el lenguaje técnico y administrativo, confirma una realidad profundamente preocupante para quienes defienden la dignidad intrínseca de toda vida humana. Según los datos oficiales, 426 personas recibieron la eutanasia en España durante 2024. Detrás de esta cifra, presentada como un «derecho sanitario consolidado», se esconden dramas personales, fallos estructurales del sistema de cuidados y una inquietante normalización de la muerte provocada como respuesta al sufrimiento.

Desde la entrada en vigor de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia (LORE) en junio de 2021, se han registrado 2.432 solicitudes para recibir ayuda para morir, de las cuales 1.123 –casi la mitad– terminaron en una muerte deliberadamente causada por el sistema sanitario. En 2024 se finalizaron 929 procesos, pero solo el 45,86% concluyeron con la eutanasia.

Un dato especialmente alarmante es que un 33,15 % de las personas fallecieron durante la tramitación, antes de que se resolviera su solicitud. Esto plantea una pregunta ineludible: ¿cuántas de estas personas habrían necesitado mejores cuidados paliativos, acompañamiento humano y apoyo psicológico, en lugar de un procedimiento burocrático que se prolonga durante semanas?

El propio informe reconoce que el tiempo medio de tramitación supera los plazos previstos por la ley. Mientras tanto, cientos de pacientes mueren esperando. Lejos de ser una prueba de la «eficacia» del sistema, este dato evidencia la fragilidad extrema de muchos solicitantes y su situación de vulnerabilidad. Resulta especialmente inquietante que en 117 casos se redujeran los plazos por el riesgo de pérdida de capacidad del paciente, lo que sugiere una aceleración del proceso ante el temor de que la persona ya no pueda consentir, en lugar de reforzar alternativas de cuidado.

El perfil mayoritario de quienes solicitan la eutanasia también debería hacernos reflexionar. Casi el 76 % son mayores de 60 años y el grupo más numeroso corresponde a personas de más de 80. Se trata, en su mayoría, de pacientes con enfermedades neurológicas u oncológicas. Es legítimo preguntarse si nuestra sociedad está ofreciendo a los ancianos y enfermos una verdadera cultura del cuidado o, por el contrario, les está transmitiendo el mensaje de que su vida ya no merece ser vivida.

Aunque el Ministerio destaca las revocaciones como una muestra de libertad de decisión, estas siguen siendo una minoría: solo el 5,81 % de los procesos. Sin embargo, incluso entre quienes ya tenían la eutanasia aprobada, hubo personas que decidieron no seguir adelante, lo que demuestra que el deseo de morir no es siempre firme ni irreversible, sino muchas veces fruto del miedo, la soledad o la falta de apoyo.

Finalmente, el énfasis en la donación de órganos tras la eutanasia introduce un elemento éticamente perturbador. Vincular la muerte provocada con la utilidad social de los órganos trasplantados corre el riesgo de instrumentalizar al paciente y de desdibujar la frontera entre curar y provocar la muerte.

Estos datos, lejos de avalar la eutanasia como un avance, deberían impulsar una profunda revisión del modelo. La respuesta al sufrimiento no puede ser eliminar al que sufre, sino acompañarlo, cuidarlo y afirmar, hasta el final, el valor irrenunciable de su vida.

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